EJERCICIOS DE TALLER. CON AZORÍN EN LA LUNA.
EN LA LUNA
La mañana se ha asentado sobre el valle borrando los contornos de las cosas. El paisaje entero se ha llenado de luz y el aire, denso como gelatina, funde los árboles con la hierba de los campos. Los pequeños bosques de encinas y robles que hacen frontera entre los campos de cereal han perdido sus límites y cuesta precisar cuándo comienzan y cuando acaban. El valle, amplio y abierto al sur, se hunde hasta las orillas del rio que desciende impetuoso desde las sierras cercanas, a escasos kilómetros de su nacimiento. Campos de cultivo y árboles que los circundan van tejiendo un mosaico de colores verdes de diferentes tonos, claros en aquellos cultivos que fueron sembrados en los inicios del otoño y que ahora empujan sus brotes hacia la luz; oscuros en los grupos de árboles que ya han consolidado el color de sus hojas y su frondosidad. Justo en los bordes entre árboles y tierra cultivada, se aprecian grupos de arbustos que buscan la luz que necesitan y pueden atrapar, zarzas que en otoño se llenarán de moras y otras bayas agraces, brotes de rosa mosqueta. En algunos de los campos, ya verdes, surge la llamada de atención roja de las amapolas, siempre presentes entre los trigos y las cebadas. Las imprevistas flores de la colza cultivada de años anteriores, que se resisten al olvido, surgen en los bordes de los campos, junto a la carretera. En los caminos, el sauco ha desarrollado su máxima expresión y sus flores blancas van alcanzando su sazón. En una semana estarán en la madurez justa para cortarlas y elaborar con ellas los jarabes tradicionales. La ausencia de viento produce la sensación de quietud que percibo y la calima que se asienta en el aire acrecienta el silencio que me rodea. Puedo seguir el recorrido del curso del río por la presencia de los altos chopos que bordean sus orillas y marcan la diferencia con el resto de arbolado del valle. Extiendo la vista y solamente los encuentro junto al río o al borde de alguna regata de agua que busca encontrarse con ese caudal más importante y aumentarlo. Elevo mi mirada hacia las partes altas del valle, al espacio de la sierra que se une al cielo por las paredes de piedra arenisca que parece brotar desde los árboles más elevados, justo a la altura en la que robles y encinas son sustituidos por las hayas, para construir una frontera falsa con el cielo, que solamente podemos imaginar si la observamos desde la distancia en la que ahora me encuentro.
Algunos buitres leonados sobrevuelan a buena altura los espacios visibles donde localizar comida; ascienden con el aire y se dejan caer en círculos repetidos, al tiempo que van desplazándose para abarcar más territorio. Su vuelo es pausado, no parece que tengan prisa; ponen por delante la efectividad de su inspección en relación a otros objetivos. Su actividad solamente tiene dos sentidos: ejercitar sus aptitudes para el vuelo o buscar sustento. La comida no abunda tanto como para dejar pasar una oportunidad. Más cercanos a la tierra y a La Luna, sobrevuelan algunos milanos dispersos. Uno de ellos, nos visita cada mañana, cuando la temperatura ha subido un poco, y vuelve a primera hora de la tarde, sin faltar un solo día. En los espacios más cercanos al jardín en el que me encuentro, puedo ya escuchar algunos gorjeos, algunos trinos de otras especies de menor tamaño, ruiseñores, gorriones, vencejos, cada uno con su voz, cada uno con sus inquietudes y sus premuras.
He acabado mi café. Regreso hacia el porche de la casa, con sus cuatro lados, dos paredes de piedra, otra de cristal que mira continuamente al valle y la cuarta, abierta a los colores y los olores del jardín que acabo de dejar. La piedra de las paredes que dan al interior de la casa se han dejado abrir en canal para dejar espacio a la luz que entra por sus ventanas. Esa piedra de esos muros ha dado cobijo a algunas cruces sencillas que elabora Dolores cada año, coincidiendo con Semana Santa: dos palos para la cruz y unas hojas de las plantas que crecen en el jardín para recodar una presencia. Con el uso diario, la puerta de cristal de este porche, con su cortina veraniega de abalorios, se ha adueñado de la entrada y la salida de los moradores y visitantes de esta casa, función de la que era titular otra puerta de madera de otro porche más pequeño situado a unos seis metros de aquél. Paso el dintel de la puerta y dejo que los abalorios de la cortina golpeen contra el cristal; el sonido que producen se va moderando hasta perderse cuando pasan escasos segundos y la cortina ha frenado sus ímpetus.
El espacio en que me encuentro, habitual para mí, suele sorprender a las nuevas visitas que llegan. Un amplio salón hacia el que se mira una cocina abierta, el espacio más vivido de la casa; un volumen cuadrado que parece que los albañiles hubieran olvidado ahí, en el centro del salón, descabezado antes de llegar al techo y ocupado por un baño completo y un pequeño aseo para las visitas; al lado de éste aseo, la bajada al piso inferior y a la salida por la puerta olvidada al porche pequeño; una pared larga que se enfrenta al jardín y protege la vivienda del Norte; hacia el suroeste, una pared habitada por un enorme ventanal que se descuelga sobre el jardín inferior y sobre el valle, una chimenea de uso frecuente y un hueco para albergar la televisión y algunos libros. En la parte izquierda del cubo central, un estrecho pasillo lleva al dormitorio principal. El techo de madera vista eleva la altura de este salón que, con sus grandes vigas, podría recordar épocas más antiguas a pesar de su modernidad. Sobre las paredes, color garbanzo, y el cubo pintado en granate, algunos cuadros de diferentes orígenes y motivos: una fiel reproducción de una cuadrilla de toreros y picadores de Botero, algunos dibujos de Xabier Otero, una puerta de una choza de Namibia y un cuadro que representa la avenida que te conduce a La Ciénega, en Ecuador, pintado por el hijo pequeño de la familia cuando tenía poco más de diez años. De las vigas que separan la cocina del salón, cuelgan jaulas de grillos, pájaros de madera de Guatemala, algún colibrí de Cuba, campanas de Bhutan, recuerdos turísticos de algunos viajes y experiencias de esta familia. Sobre el suelo, se asientan algunos sofás, una larga mesa que ya ha vivido muchos encuentros, una vieja cómoda construida por un ebanista de la familia, ya fallecido, una alacena conventual restaurada y una mesa de patas de madera con marquetería y cubierta de cristal que, hace ya bastantes años, sirvió para cambiar los pañales a los bebés de la casa y ahora es el soporte de una oferta de licores y nueces.
Es un salón que respira vida, olores de comidas que ya se celebraron; libros en las estanterías que ya han sido leídos; en la chimenea, ceniza de fuegos que han calentado la estancia; regalos apreciados y otros que no lo han sido tanto; algunas fotografías que siempre recuerdan el pasado, que nunca pueden predecir el futuro; recuerdos que aportaron a la casa algunos amigos que ya no volverán porque están lejos, muy lejos. Es un salón que se convierte en campo de batalla contra el polvo y las arañas, también contra las moscas en verano. En sus armarios guarda todavía la promesa de otras comidas posibles, de otras celebraciones. Es un almacén de recuerdos y de vida vivida.
Hoy es un día tranquilo, no hay citas ni trabajos concretos en la agenda, se prepara con parsimonia la comida mientras se bebe una copa de vino que descansa sobre el mostrador de la cocina, suena un concierto para viento de Mozart y no se sabe si la vida está dentro o fuera de la casa. La comida, siempre compartida, discurre sin prisas y los sofás se preparan para recibirnos en una siesta larga, reparadora, mientras escuchamos el silencio.
Al atardecer, damos un paseo por las calles, casi desiertas del pueblo. La calima se ha ido, el valle se va cubriendo de sombras y el sol, en su despedida, nos regala un cuadro de ocasos para la eternidad. En las calles nos vamos deteniendo a saludarnos con nuestros vecinos, los más próximos; más allá nos paramos a saludar a otros habitantes de fines de semana, a la propietaria del hotel, al ganador de concursos de chistorras, a visitantes de fin de semana que se hospedan en alguna de las casas rurales, cada uno con su voz, cada uno con sus inquietudes y sus premuras.
Pamplona, enero de 2025
Isidoro Parra.
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