CARTA ABIERTA Nº 1 A GUSTAVO MARTÍN GARZO


CARTA ABIERTA Nº 1 A GUSTAVO MARTÍN GARZO


Buenos días, Gustavo.


Apenas hace una hora que ha amanecido y el parque que se extiende ante mi ventana se muestra ya inundado de luz. No puedo decir que también de vida porque los árboles, en estos días, apenas han comenzado por enrojecer los extremos de sus ramas con esa coloración que anuncia el crecimiento de las yemas. Solamente los sauces, los más tempraneros, se van cubriendo de ese tono entre amarillo y verde que precede a su lánguida explosión.


Habitualmente, utilizo este medio de cartas que casi nunca llegan al destinatario para dirigirme a poetas o a poemas. En este caso, después de haber leído en su día tu “Elogio de la fragilidad”, lo he vuelto a rescatar de la estantería para darle una nueva leída pausada. Cualquiera podría decir que ese no es un libro de poemas y estaría en lo cierto, pero tiene tanta poesía acomodada entre sus líneas, esperando que el lector la encuentre, que no me he podido resistir escribirte como si tu libro, entero, fuera un poemario. Si la poesía es el género que más nos invita a pensar en la vida y en nosotros mismos, este libro tuyo no se queda atrás.


No creo que sea posible que hable contigo, en esta carta, sobre todos y cada uno de los pequeños y grandes, a la vez, reflexiones o miradas que nos regalas. Me extendería demasiado y aburriría a un muerto, como suele decirse, pero me detendré en algunos de ellos.


Con el primer relato, “Las hadas en la cocina”, en el que hablas sobre algo más que la exquisita pintura de Fra Angélico, me he detenido en ese punto en el que, comentando el encuentro entre María y el ángel de la Anunciación del Museo del Prado, identificas ese asentimiento, esa callada disponibilidad, esa mezcla de gratitud y de gracia, este mundo de luz que todo lo invade con la piedad. La expresión de esa idea me ha hecho pensar en la piedad para tratar de entender tu mensaje, el resultado de tu mirada al cuadro. Tal vez, haya tenido que llegar al final del siguiente párrafo para volver a detenerme en esa frase que te abre la piel como un acero: …y eso que llamamos lo sagrado no fuera sino la cualidad más indefinible y honda de lo humano. Ahí me he caído del caballo, en ese punto me he encontrado con todos los momentos que yo considero sagrados en la vida. A partir de ahí me he sentido atrapado por las palabras.


Mas adelante, en ese mismo relato, dices que ni los cuentos ni la poesía han surgido para apartarnos de la realidad, sino para permitirnos adentrarnos más profundamente en ella. Aquí me he vuelto a detener y he pensado en todos los que tachan de banal la lectura de poesía o de novelas, sin darse cuenta que nada se escribe, y menos en poesía, que no brote de la experiencia personal del que escribe y de verdades que nos enseñan y nos atañen a todos. Elevándote ya a niveles que me cuesta más entender por mi condición de no creyente, leo con interés esa otra frase que citas, casi al final del relato, donde dices que el misterio de la encarnación no es otro que el misterio del amor humano. A pesar de mi condición ya citada, lo entiendo y sé que hablas de lo que nos envuelve y nos hace vivir.


Volviendo a la literatura, en tu segundo relato, “Un lugar donde vivir”, comienzas el mismo con una pregunta, ¿En qué libro te gustaría vivir? Lo malo de esa pregunta es que no es fácil responderla si tenemos que optar por un solo libro porque, como dices más adelante, la realidad necesita de la fantasía para volverse deseable. Si es así, ¿por qué quedarse con un solo libro? o ¿cuántos podemos elegir?


Sin pizca alguna de egoísmo, sin tener nada de lo que arrepentirme, salvo de lo no hecho, estoy de acuerdo contigo en el contenido y en el sentido que yo interpreto de la pregunta que te haces o nos haces, en el relato “El regreso de los centauros”: ¿por qué iba a ser malo que cada uno buscara en el cuerpo del otro aquello que le da placer sin aspirar a nada más? Me alegro también del recuerdo a ese poema de Cavafis que llevas hasta la afirmación de que tanto el bárbaro como el centauro, pertenecen al territorio misterioso de lo sagrado, porque no hay nada más sagrado que lo que te enfrenta a tus miedos, lo que te hace temblar de emoción inexplicable e inesperada.

Como dices, el deseo es un oficio de tinieblas, no siempre, pero muchas veces.


Es curiosa la forma en que una frase que lees en un texto puede, de repente, aislarte del propio texto y llevarte a tu vida, cómo identificamos un pensamiento con algo que hemos sentido a lo largo de la vida. Creo que son las frases y las preguntas universales que merecen perdurar porque siempre hablan de la vida, de lo sagrado. Algo así me ha pasado cuando, hablando tú de la Biblia, en tu relato “La cristiana cautiva”, he leído ese párrafo en el que dices: como si al fin y al cabo hubiéramos llegado al mundo cuando todas las leyes estaban escritas. Esa frase es la imagen de la impotencia que sentimos en ocasiones cuando chocamos con alguno de los muchos límites que nos salen al camino, cuando no vemos soluciones, cuando nos gustaría haber podido tomar otras decisiones en un momento determinado. 


Me ha gustado mucho el recorrido que haces por las imágenes de la Biblia que leíste de pequeño, tal vez porque, al margen de creencias, son las que hemos grabado todos en nuestra retina.


Dices también que nuestra vida está llena de preguntas que no podemos evitar hacernos sin descanso y que, para mantenerlas vivas y mitigar a la vez la angustia que nos produce no conocer sus respuestas existe el mundo de las fábulas y los cuentos, el mundo inagotable de la ficción. A mí me sirve y, tal vez, no tenga que plantearme más, pero lo cierto es que me gustaría que ese valor añadido que tiene la ficción fuera reconocido por todos y les hiciera leer de otra forma.


Le he dado un par de vueltas a tu relato “La historia del sufrimiento”, tal vez porque siento que el dolor es una fuente de vida. Dices que el sufrimiento no deja ninguna huella y basta con mirar a otro lado para que sus efectos desaparezcan. Es cierto hasta cierto punto, pero creo también que el dolor continuo de un solo hombre o de un colectivo, más si es continuo y no parece tener remedio, socava tus murallas interiores, abre huecos, deja caer parte de encofrado con el que construimos nuestras falsas seguridades y, si le das un par de vueltas o más, te puede conducir a cambiar actitudes, a mirar a los demás de otra forma y, en ocasiones, a actuar.


En el relato “Un mundo sin cosas”, reproduces lo que era la poesía para Juan Ramón Jiménez y para Hugo von Hofmannsthal. Desde una posición metafísica puedo estar de acuerdo con esas definiciones y con muchas más, pero desde un mundo vital, personal, Gustavo, me resultan extrañas o quiero que me resulten lejanas, ajenas a mi vida. Si Juan Ramón dijo que la poesía es lo que no podemos tener de lo humano, me planteo si aceptar esa aseveración, sería negar todo lo que de humano hay en la poesía de Joan Margarit o de Hugo Mugica. Por su parte, si Hugo veía una separación entre la poesía y la vida y afirmaba que ningún camino lleva de la poesía a la vida y ninguno de la vida a la poesía, te puedo decir que leo poesía y me parece que ahí esta realmente la vida. Aunque ese momento que se narra o ese pensamiento que se expresa hayan pasado ya y quedado lejos en la vida del poeta, cuando su significado o su literalidad traspasa la puerta del lector, vuelve la vida.


Dices también que el hombre actual ha transformado las palabras en un instrumento para mentir y adquirir poder. Así es, así lo siento, así lo sufro, yo como todos, salvo los que viven o pretender triunfar con el uso torticero de las palabras. Pienso que, probablemente, sea la poesía el único escenario por el que todavía camine la palabra como verdad, por muy ininteligible que sea en algunos momentos.


En ese relato, nos hablas con tanta admiración de José Miguel Ullán, del que dices que para él la poesía era recibir lo que no se espera, que no queda otro remedio que buscar sus escritos, muchos de ellos ya descatalogados o imposibles de encontrar, para conocerlo.


Navegas en el silencio que provoca la escucha, por las palabras de tu relato “El Caballero de la Palabra”, surcando por las páginas de El Quijote, para darnos un mensaje en el que detenerse a pensar. Dices que el desatino es una condición de lo paradisíaco ya que hace del mundo un lugar de la posibilidad. He repasado los sucesos de la historia de El Quijote en los que te basas para lanzarnos esa advertencia que ahora, después de pensado y soñado, aplaudo. Vivimos tan reglados, tan encorsetados, en palabra y acción, que no puedo sino aplaudir el desatino al que te refieres cuando hablas de Don Alonso. Si solamente viviéramos dentro de los límites del camino, si no pisáramos los márgenes y sus afueras, la vida sería gris, aburrida, sería una sucesión de hechos previstos o predecibles. Creo que solamente cuando caminamos por descampados solitarios y algo fríos, sentimos la que la vida merece la pena.


¿Qué decir de la baronesa Karen Blixen?, una de las autoras que me ha hecho amar la literatura. Le encaja a la perfección esa idea de que un solo nombre no podía abarcar toda la complejidad y riqueza de un ser humano. Tal vez no sería correcto ni conveniente, pero en ocasiones pienso que a los nombres habría que añadir no los apellidos heredados, sino los calificativos que los concretan, como en un tiempo se hizo con los monarcas. Así, deberíamos poder decir, por ejemplo, Mariano, el amigo de sus amigos; Juan, el apoyo de todos; Carlos, el cuenta cuentos; Armando, el sonriente; Francisco, el coherente; de forma que con ese apellido pudiéramos identificarlos todos los que les conocemos y celebramos su amistad. 


No puedo estar más de acuerdo contigo en que “Lejos de Africa” es uno de los libros más bellos jamás escrito. No conozco con detalle su vida y su pensamiento real, pero me sorprende ese que citas como el principio central de su vida y su obra, el amor al destino, la capacidad de aceptar con orgullo la idea que Dios tuvo cuando nos hizo. Hubiera sido un lujo cruzarse un momento con ella en algún momento de la vida, a riesgo de haberle parecido demasiado mediocres y aburridos.


En “El péndulo y la noche”, me ha gustado esa forma en la que ves el significado del nacimiento de un niño y la responsabilidad que conlleva: Alumbrar a un niño es llevarlo hasta la luz, ayudarle a trasponer ese frágil umbral que separa la vida de la muerte, situar en el seno de una comunidad humana. Los que hemos tenido hijos, podemos identificarnos con esa manera de ver un alumbramiento, ese acompañamiento generoso que, en tu vida, antepones al resto de objetivos.


A lo largo de las observaciones que vas haciendo en el relato “Una tienda de palabras”, en relación con la obra de Amos Oz, dices que las cosas no desaparecen, sólo necesitan el hechizo que las haga regresar y ese hechizo casi siempre tiene que ver con las palabras. Tiene razón, y no solamente pasa eso con las cosas; también sucede así con las personas. Una palabra dicha al azar y escuchada por casualidad, nos puede traer a la memoria, formas, colores, materiales, espacios y olores. Si hablamos de personas, nos puede traer también aromas, sesgos de sonrisas y miradas, el calor de una caricia o una sonrisa especial. Celebremos las palabras.


“Un mundo sin sombras” es un relato en el que detenerse en varios párrafos. Ya se sabe de la atracción de la sombra y su contraste con la luz, las fronteras que comparten. El tema se complica cuando sustituimos la palabra luz por racionalidad. En ese juego de persecución y acoso entre la sombra y todos sus amigos y enemigos, sus equivalentes y contrarios, dices que así como es peligroso que alguien pierda su sombra, no lo es menos que su sombra adquiera demasiado poder sobre él y termine sometiéndole a la ley oscura de sus demandas. Reflexiono un momento y pienso si acaso le estás otorgando a nuestra sombra vida propia, independiente de nosotros y más inteligente, capaz de gobernarnos y llevarnos -como decía mi madre- por la calle de la amargura. ¿Puede ser eso además de jugar con nosotros? Creo que la voy a mirar de otra forma a partir de hoy. Un poco de desconfianza nunca viene mal.


En “El arte de la mirada” nos propones la máxima de que sólo el que se sorprende, el que no sabe qué querer, el que se asoma al misterio de la realidad, el amor y la vida, mira de verdad el mundo. No sé si puedo abarcar tantos matices, pero me identifico con el “sorprender” porque solamente si somos capaces de sorprender y sorprendernos, seremos capaces de vivir intensamente el descubrimiento o el impacto que podemos causar. Cada sorpresa es como retirar un velo, descubrir una herida, una vulnerabilidad, una capacidad de amar.


Cuando hablas del catolicismo, citas -como ejemplo al que aferrarse- a Francisco de Asís. He tenido la oportunidad de hacer su camino en solitario, de La Verna a Roma, y es el único espacio en el que me he encontrado conectado con el Enigma.


Hablando de la virginidad, el suicidio y Sofía Coppola, afirmas que las jóvenes suicidas aman tanto la vida que no pueden soportar la idea de que esa verdad que ocultan nunca llegue a ser real. Parece una explicación no suficiente, pero tiene poesía, poesía y -también- un intento de justificar algo que, a nuestros años, ya no nos serviría para justificar nada. Ahora, ya sabemos de qué iba la obra, como decía Jaime Gil de Biedma.


En ese mismo relato dices también que  los hombres y las mujeres actuales viven sin apenas poner límites a sus deseos, y sin embargo pocas veces han tenido menos cosas que contarse. Pienso, Gustavo, si esa demanda de deseos que -al menos muchos de ellos- nunca se satisfarán -daría miedo que se cumplieran- no es una huída más de la sociedad que nos ha tocado vivir, como lo es el vivir con prisas, el leer solamente titulares, la locura de los best sellers, muchos datos, poca profundidad y todo sin trabajar la memoria, viviendo hacia afuera y olvidando el interior.


En “Las enseñanzas de Antígona” nos dices que gracias a la memoria no sólo vivimos nuestra vida sino la de los demás. La cultura es memoria. Te preguntaría cómo hacer para alimentar la memoria, todas las memorias, y cómo compartirla para hacerla viva, encarnarla en nuestras vidas, cómo separar el grano de la paja, cómo eliminar el relato construido con artificialidad y con interés.


Doy un salto en los capítulos de tu libro para que esta carta no sea tan pesada como ya lo está siendo y me detengo en el relato que denominas “La casa de la sombra”. En ese relato, además de otras cosas, nos hablas de la poesía de Emily Dickinson, esa poeta tan pequeña y tan grande, tan simple y tan profunda. A raíz de su poesía y de Night Shyamalan, hilvanas el pensamiento  que la poesía es ese diálogo secreto con los que no están. Es cierto, también inevitable, pero creo que a ese diálogo le falta algo, le falta presencia, le falta la duda resuelta de la comunión cuando hablamos de poesía con un ser querido y presente. Por eso, y a riesgo de no haber entendido tu mensaje, voy a optar por el diálogo lleno de misterio con los que nos rodean que, en ocasiones, tiene más silencios que palabras.


Hablas de algo precioso en el relato “Las colinas de Ngong”, cuando dices que su fracaso -entiendo que te refieres a Isak Dinesen en África- te parece más hermoso que todos los éxitos y te ayuda a entender el fracaso de tus propios proyectos insensatos. Creo que nos educan para triunfar y no para relativizar los fracasos, pero creo que los grandes saltos de evolución personal se producen más claramente cuando nos empeñamos en relativizar, entender y superar lo que, a ojos de terceros, es un fracaso. Lo sé por experiencia. Llegado el caso, una mirada a la propia conciencia, la relativización de los hechos -dentro de una vida-, el silencio y la digestión, el duelo en ocasiones, nos abren ventanas por las que ver la naturaleza y que siempre hay otras posibilidades de vivir.


En “La oración del jorobadito” desarrollas parte de tu pensamiento sobre la cultura, sobre lo que es y aquello con lo que realmente tiene que ver y con lo que no. Aseguras que, realmente, tiene que ver con el deseo de ser y de saber. En mi caso, no sé por qué, puede que sea por mis limitaciones para saber, me quedo con el ser. Creo que la cultura o te da un carácter y una actitud ante la vida, ante las dudas, ante los afectos y la naturaleza, ante los que te rodean, o no es cultura. En ocasiones, en la mayoría de ellas, me sobran los datos y me basta con el alba.


Me ha costado entender el sentido de tus palabras en un párrafo del relato “El regreso de King Kong”, cuando dices que pocas cosa hay más terribles que la dulzura, ya que en ella siempre se oculta la idea de la renuncia. Pienso en estas palabras y mi mente se confunde. Nunca había relacionado dulzura con renuncia. Necesito abstraerme de las palabras concretas y me quedo con las sensaciones que me generan ambas, intento buscar los puntos de colisión o de cercanía y solo consigo dibujar algunas sombras y destellos de luz que intentan acercarme a tu mensaje. Me gustaría conocer su significado dicho por ti mismo.

 

Algo parecido me ha pasado cuando te leía expresando que Ovillarse es la postura del aislamiento y, aunque va asociado a una fatiga infinita, es una fatiga activa que no significa abandono, falta de fe. Entiendo la asociación de la postura con la fatiga y descubro la puerta que, entreabierta, puede llevarte a territorios de nueva creación, de nuevos descubrimientos y vivencias, pero creo que la puerta tiene que estar entreabierta que -por cierto-, según Karmelo Iribarren, son las puertas más peligrosas.




Al final del relato “La esposa de la canción” dices que la religión nos ofrece respuestas; la poesía nos enseña a amar las preguntas aún sabiendo que no pueden ser contestadas. No consigo quedarme con la mayoría de las respuestas que nos ofrece la religión, mucho menos incorporarlas a mi vida, pero me apunto a lo que dices nos ofrece la poesía, lo mismo que nos ofrecieron hace miles de años los primeros filósofos, preguntas y no respuestas. A este respecto, José Mateos lo dijo muy bien: “Las respuestas responden, pero sólo las preguntas revelan.”


Y llegamos al último relato, el que da título al libro,”Elogio de la fragilidad” y dices: No dejamos de buscar lo delicado, o débil, lo pequeño. Allí escuchamos el latido de lo que empieza, pues el misterio de la debilidad es el misterio triste de la belleza, que es una cualidad de lo que nace y tiene que morir. Gustavo, ¿por qué tenemos esa inclinación a buscar lo delicado? ¿Es un intento de sanar las heridas que nos causa nuestra vida real, la cotidiana, la que no enfrenta a los otros en lugar de acercarnos? Me quedo más con lo delicado que con lo débil. Con esto último, me suele pasar que me da miedo de no saber cuidarlo y preservarlo de lo grande y lo poderoso, siento que puedo causar más daño que bien. Lo pequeño me llega más cerca y más adentro porque que puedo abarcarlo y entenderlo, hablarle de tú a tú.


No solamente escuchamos el latido de lo que empieza, que sí, pero también de lo que ya late y sigue latiendo, de lo que llama en cada pálpito para no morir, de lo que se siente amenazado por el vacío y la distancia y, aunque no venga mucho a cuento, como decía mi padre, yo, de las vírgenes, me quedo con las que parpadean.


Superado el mal chiste, reflejo de una debilidad más, me quedo colgado de esa cuerda en la que has colocado a la debilidad, el misterio triste de la belleza, lo que nace y lo que ha de morir. Ahí sí, en la levedad de la vida encuentro la belleza, a veces triste, otras alegres. Brevedad y belleza no son contrarios de nada, son armónicos y se completan.


Mas adelante, dices que la poesía es lo que está en peligro, lo más frágil y amenazado, pero es siempre una afirmación de la vida. Un campo infinito para pensar, luchar y defender. Creo o quiero creer que la poesía es y será siempre una necesidad del hombre porque no hay medio de expresión que llegue más hondo, que hiera más, que sane mucho más, que nos acerque a la precisión de lo que queremos decir -si supiéramos hacerlo, por supuesto-, que nos sorprenda y nos ilumine. Si me tengo que quedar con algo para leer, que sea la poesía. Como tú mismo dices, la fragilidad, si es una cualidad de la vida, también lo es de la poesía, porque también esta última escapa a nuestro poder. 


Ya siento la pedrada de esta carta, Gustavo. Es mi forma de decirte que te leo, que te disfruto, que tengo una deuda contigo.


Acabado el libro y esta carta, buscaré libros que me lleven por otros mares, que me hagan vivir otras sensaciones, pero te aseguro que al releer este libro me pasa lo mismo que con otros libros y escritores que también me han llegado: me gustaría conocerlos en persona, hablar de lo que escriben, de la vida, del paso del tiempo y de las afueras de cada uno, de nuestras vulnerabilidades, de aquello que nos permite ser y sentir un poco más.


Si me preguntaran de qué va tu libro, solo podría decir que … de la vida.


Gracias.


Pamplona, marzo de 2025

Isidoro Parra

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