CARTA ABIERTA Nº 1 A JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO.

Buenas tardes, José.


Inicio esta carta con mucha cautela y con mucho respeto.


En primer lugar, esta carta se escribe tarde, muy tarde, pero no tanto para ti que nunca la hubieras esperado y sí mucho más para mi que he llegado a tu escritura demasiado tarde, demasiado viejo y no sé si mis neuronas darán de sí lo necesario para entender tu poesía. Digo poesía, porque es de tus poemarios de los que quiero hablarte, José. 


Lamentablemente, aunque había oído hablar de ti, no había leído nada tuyo hasta que recientemente cayó en mis manos tu correspondencia con Américo Castro y el libro de conversaciones con Gurutze Galparsoro. A partir de ahí, y tras husmear un poco en las fuentes de las que ahora bebemos, internet, he podido hacerme una idea de tu envergadura personal y como escritor y pensador.


Aunque también se lo he dicho a otros poetas a los que he escrito, no es superfluo decirte que sí puedes, que podrás, leer algún día esta carta, lo hagas con la benevolencia que se les dedica a los bienintencionados, aunque sean algo necios. Mi carta no contendrá críticas técnicas sobre la métrica, la rima o cualquier otro aspecto literario. Mi carta irá más de sentimientos provocados por tu poesía.


La poesía es, desde hace muchos años y de forma no constante ni metódica, uno de los pilares en los que me sustento, es la lectura que más me llena y menos me aburre, siempre me sorprende y, sobre todo, me hace pensar mi vida y mis actos.


Como no soy un lector demasiado sistemático, he comenzado a leer tu poesía por el último libro publicado: “Los retales del tiempo”. Lo he comprado en cuanto lo que visto porque sabrás que algunos libros tuyos, diarios especialmente, son ya inencontrables en el mercado, pero husmearé e intentaré comprar algunos anteriores. Lo adecuado, supongo, sería haber empezado por los más antiguos, pero no voy a dejar escapar este “ahora” en el que acabo de leer ese poemario.


No es muy normal que, leyendo poesía, surja de tu cuerpo la risa abierta que rompe el aire, es más común la sonrisa tenue, pero la risa no. En cambio, al leer muchos de tus poemas, ha sido la risa notoria, sin llegar a la carcajada, la que ha asomado a mi boca. Supongo que algo tiene que ver con ello la inteligencia e ironía con la que has escrito muchos de esos poemas. Con las pocas oportunidades que tenemos de reírnos, ahí va mi primer agradecimiento, José.


Otro aspecto que me ha llamado la atención, pero no me ha sorprendido, es la carga de conocimiento que has volcado, sutil o claramente, en muchos de tus poemas, tanta que me ha hecho sentirme más pequeño, pero también me ha invitado a seguir navegando por libros y culturas que nos precedieron, por esos libros sagrados que perduran.


También se hace presente tu fe, José. Sabía que la tenías, pero pintas tus poemas con ese misterio y esa transcendencia que viene del pasado y se proyecta en la eternidad.


Y qué decir de la Historia, a la que citas en muchos versos para hacer de ellas su fundamento, el núcleo de tu mensaje.


Bueno, José, doy pasos y vueltas, rodeos, avances y retrocesos para no comentar los sentimientos provocados por tus poemas, pero no puedo eludirlo más. Sí yerro, perdóname. Sé que sabrás hacerlo.


Me he detenido al leer tu poema “Rastrojo” que, como casi todos los primeros poemas de un libro, siempre me ata a él como un ancla. Lo he leído con la sospecha de que más allá de los campos, de septiembre, la cigüeña y los rastrojos, estás hablando un poco de la vida, del paso del tiempo, del otoño de nuestras vidas. Gracias, porque he podido leer las dos miradas, la de la naturaleza y la de la vida.


Creo que a tu poema “La palabra” no le falta ni le sobra ninguna. Es una joya de precisión que atrapa y preserva todas las miradas, la del uso de la palabra, la de la vida y las actitudes que paseamos sin ser conscientes de los significados. Hoy y ahora, me he quedado con la hoguera, con la llama, con las pavesas y la palabra.


En tu poema “Primera hora de Pascua”, has sembrado cada verso de distancia respetuosa y has recogido una canción para combatir la duda, una historia que se cree por sí sola. Huele al paisaje de Jerusalén y huele a él.


Lo bueno que tiene la poesía es que, quieras o no, hay versos en los que te ves retratado o lees una escena ya vivida en otro tiempo. Así me ha pasado en tu poema “Sola spes”, en el que hablas de esos instantes en que todo se detiene, “Y es esta espera, un instante de silencio,/la que retrasa el fin del mundo.” y hasta pensamos que podemos tutear a la Señora para que espere a que llegue otro tiempo o detener el paso del tiempo por un momento que consideramos sagrado, nuestro.


He sonreído ante esa lluvia tan esperada, esa lluvia que llega por sorpresa y que huye rápido, sin darnos tiempo a vivirla, sin mojarnos con su huella. Una ilusión esperada que cuando llega apenas nos da tiempo a mantener la sonrisa y ya se está alejando.


Leo tu poema “Noche de estío” en el que, apaciblemente, percibes la presencia de los dioses, pero también la del cárabo. Al leerlo, me detengo a pensar en las presencias invisibles y me pregunto sobre la razón que sustenta el hecho de que todos nos sintamos vigilados o acompañados en nuestra más íntima soledad. Si es compañía, bienvenida sea para no sentirnos tan abandonados, pero no acabo de tener clara la causa de las presencias vigilantes que parece necesitamos tener con nosotros. Tal vez sea, simple y llanamente, un reflejo involuntario de nuestra necesidad de ser guiados.


Haces bien en advertir a los pájaros sobre la miseria en que hemos convertido nuestra tierra. Mejor será que se queden en las ramas más altas de los árboles y que no toquen tierra. Probemos lo que podría pasar si no llega el cuco en varios años y, a pesar de tener nuestros bolsillos llenos de monedas, acaban por agostarse y cambiamos de patrón.


Le has preguntado al sol si vendrá mañana en un poema pequeño, como un haiku, para plantear uno de los temores de todos los humanos. Una vez más, los poemas cortos suelen ser completos y más rotundos.


En “La hoja en blanco” he leído tu visión sobre los días en que las palabras no fluyen y pones tu esperanza en tu amor a las palabras … y en las garzas. Bella manera de tratar un tema que atenaza la confianza del escritor.


¿Cuántas candelas debemos encender en nuestro corazón para hacer caer los imperios de la desigualdad?. Al leer tu poema “El imperio”, me acuerdo del título de eso otro famoso libro de poemas: “La realidad y el deseo”.


Creo que en esa lucha entre la áspera higuera y el Señor del Mundo, la higuera tiene la batalla ganada con tal que se quede quieta, esperando que el Señor del Mundo caiga. Naturaleza y poder, batalla perdida para éste.


En tu poema “Viaje frustrado”, creo que lo importante no es Pablo y su pretendido viaje. Te has apoyado en él para poner de manifiesto la ignorancia de este pueblo de cabreros.


En ese poema que acabo de citar me ha sorprendido mi carcajada en soledad. Lo mismo me ha pasado en “Nada de alta cocina” o en “Odisea segunda” o en “Asados”.


Creo que la indiferencia del que sufre siempre nos inquieta, nos deja la duda de nuestra propia posición frente a él. Este pensamiento me ha venido a la mente tras leer tu poema “Coloquio”.


Dices en “Hipálages” que “los entendidos creen que la poesía es mentira”. Es como dices, aunque también piensan que, existiendo, es un entretenimiento de los débiles. Sinceramente, José, me gustaría que siguiera siendo así. ¿Te imaginas que a toda la población le diera por leer poesía con fruición? Tendríamos que inventar algo nuevo.


La imagen y el sentimiento que llena tu poema “Grillo” es reflejo de la quietud, de haber llegado a un estado en el que las prisas ya no existen, en el que se dispone del tiempo y se utiliza para sentir lo que nos rodea, lo que permanecerá tras nosotros.


La flor del almendro se ha puesto contenta al leer tu poema “Compañía” porque, a partir de ahora, no temerá los fríos, sabe que está protegida por las garzas en las líneas de tus poemas.


Hacía tiempo que no leía una declaración de desprendimiento tan sincera como la que haces en tu poema “Cineris Videntur”, con la que me permito despedir esta carta:


“Son ceniza estos versos?

Me lo parecen y, si ceniza fueran, 

que el viento los disperse, 

y quedemos 

con las manos vacías, y tan libres, 

un poco oscurecidas solamente.”


No voy a decirte, José, que me gustaría haberte conocido, porque no es bueno desear lo que es imposible, pero me alegro de poder comunicarme contigo. Escribir una carta es siempre abrir un camino y ponerse a caminar.


Hasta pronto y gracias.


Pamplona, 19 de abril de 2021

Isidoro Parra.






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