EJERCICIOS DE TALLER. REALIDAD, IMAGINACIÓN



LA IMAGINACIÓN. UNA OPCIÓN.


Hablamos a menudo de la realidad, de si una historia escrita o contada está o no basada en hechos reales, como si la respuesta le diera carta de identidad, valor o credibilidad al contenido del relato. En otros momentos, frecuentes, aunque una narración nos haya gustado, le restamos importancia aludiendo a que su contenido es pura fantasía, producto de la imaginación, insensata en algunos casos, del autor.


Esta dicotomía entre lo real y lo imaginario ha llamado siempre mi atención. En muchas ocasiones, he disfrutado del impacto de lo real, siempre que estuviera bien escrito, pero no han sido menos los casos en los que me he quedado maravillado ante una fantasía, pero lo cierto es que han sido varios los momentos en los que no he defendido con tanta fuerza lo imaginado como lo he hecho con lo real.


Por otra parte, siempre he pensado que la realidad se vuelve no tan real cuando es contada por la mente y los ojos del narrador que, como todos nosotros, interpreta siempre lo que ve según su cultura, sus experiencias y, en último caso, según lo que quiere ver. Hay ocasiones en que lo real se torna irreal o, en gran parte, imaginado.


Al mismo tiempo, siempre he pensado que lo que imaginamos tiene mucho de uno mismo, de los deseos incumplidos, de las metas no alcanzadas, de la carencias no resueltas, de lo que es, de lo que no ha sido y desea ser el narrador. Creo que es muy difícil contar una historia imaginada sin dejar en ella gran parte de lo que uno es, lo que me lleva a pensar en cuál de las dos formas de narrar tiene más contenido de realidad que la otra.


Pensando en ello, he querido contar algunas experiencias vividas en estos calores del verano. No tienen conexión alguna entre ellas y dejo al lector el juicio de opinar sobre cuál de ellas está más cargada de realidad o de imaginación.


***


1.- SIN AIRE.


Mi casa “del pueblo” está situada en la espina de dos eras agrícolas, a una cierta altura del valle y con la compañía de una pequeña iglesia románica. Desde mi atalaya, contemplo la sierra a la que me enfrento casi de tú a tú, con el valle extendido entre sus crestas y mi ventana.


La altura desde mi casa al lecho del valle no es tan alta, pero según como la mires, puede parecer importante.


Entre la sierra que contemplo frente a mi y mi enclave, una gran masa de aire llena el vacío que nos separa con la apariencia de seguir siendo un vacío.


Esta mañana, temprano, entre las seis y las seis media, hora a la que suelo levantarme, contemplaba el valle tras el cristal del salón de mi casa. Las peñas que conforman el cresterío se encendían de rojo con los primeros rayos del sol y parecía que el silencio reinaba sobre los terrenos que refresca el río.


En un momento, he pensado que, además de silencio, también el aire se había volatilizado y que lo que contemplaba era un vacío real, sin aire, un hueco de misterio con el que no sabía cómo enfrentarme.


He pensado en salir al exterior y vivir la experiencia, comprobar si mi pensamiento tenía algún sentido, pero me he detenido tras el primer paso: ¡Y si fuera verdad que el aire nos había dejado! ¿Qué pasaría si saliese?, ¿me ahogaría?, ¿flotaría?, ¿se escucharía mi voz?, ¿moriría?


El miedo se ha apoderado de mi. Me he quedado inmóvil mientras mi mente trabajaba y trabajaba sopesando todas las posibilidades.


He dudado en seguir en esa actitud y también me he preguntado por qué no podía abandonar esas ideas absurdas y dejar todo a un lado, salir al aire más puro de la mañana y respirar, pero me he quedado donde estaba.


Y el silencio ha crecido.


2.- NUBES REFLEJADAS.


El lunes pasado iba yo conduciendo entre Pamplona y Amillano. La autovía, suave como un camino antiguo entre colinas, marcaba mi ruta y yo me dejaba llevar por ella. 


El día me ofrecía variedad de tonos de sol y diferentes volúmenes y formas de nubes. Mi mente pensaba en ello, pero la prudencia me hacía fijarme solamente en lo que tenía por delante, los coches que me adelantaban o aquellos a los yo iba alcanzando y pasando en ocasiones.


En algunos momentos, sentía cómo alguna nube se interponía entre el sol y mi camino, la luminosidad del día desaparecía y una tonalidad grisácea impregnaba el ambiente.


En otros, un destello brillante sobre el paisaje y sobre la superficie de los coches me anunciaban que la nube que hace unos minutos ocultaba el sol, se había desplazado y nos lo dejaba apreciar en toda su intensidad.


En un recorrido de estos, apenas cuarenta y cinco kilómetros, el viaje parece corto, estrecho de horizontes, recurrente, pero en un momento concreto se despertó en mi una sensación nueva.


Mi mirada tomó conciencia del espectáculo que me ofrecían los cristales de los coches que avanzaban delante de mí.


Las nubes, con sus formas diferentes y sus variadas tonalidades, así como los claros que dejaban, iban reflejándose en los parabrisas posteriores como si fuera un viaje dentro de mi viaje.


Lo que yo veía cerca, estaba sucediendo lejos de mí, a mis espaldas.


Empecé a ver mares, continentes, picos nevados, salares, amenazas de tormenta, soles que abrasan la piel y lo mejor de todo es que podía situarlos donde mi imaginación fuera capaz de llevarme.


Llegó un momento que no sabía cuál de los mundos, el cercano y el reflejado, me era más grato, cuál de ellos me hacía vivir más.


3.- PUERTA AFRICANA.


En medio del espacio que ocupa la planta superior de La Luna, utilizada como si fuera una falsa planta baja, el arquitecto que diseñó esa casa, colocó un cubo que alberga dos espacios, nuestro baño personal y el aseo de invitados.


No tengo claro ahora por qué, pero decidimos, en su día, pintar ese cubo de color granate, diferenciando el cubo del resto de paredes que están pintadas de ese tono que algunos llaman “color garbanzo”.


En la pared del cubo que mira hacia el salón, está apoyada la parte trasera de una alacena que T. restauró apenas casados, toda ella llena de tazas colgando, licores aguardando tras las puertas inferiores, tarros de té, platos decorativos, las llaves de cada día y un sin fin de objetos.


Si lo miras de frente, puedes ver a su derecha una pintura bastante grande que mi hijo X. hizo cuando tenía no más de trece años, con agresivos colores rojos, negros y azules que intentaban reproducir el paseo de acceso a la Ciénega, una hacienda colonial de los andes ecuatorianos.


A la izquierda de la alacena, cuelga una extraña plancha de madera tallada en toda su superficie. Es una puerta de una casa (no tengo información de si era casa, cabaña o choza) de Namibia.  Un regalo de una amiga querida. Aunque no tenemos el marco, es obvio que estamos ante una puerta porque a mitad de su altura, tenemos un pasador, también decorado, que utilizaban seguramente para cerrar la puerta.


A ambos lados, la vertical esta recorrida por dos maderas que supongo añadidas, pero también trabajadas, que semejan una cadena de colinas o de rodillas que se proyectan hacia el exterior y se retraen hacia el fondo de la tabla en la que se apoyan.


No hay colores.


La falleba está protegida por una especie de carcasa profusamente trabajada y está sujeta a la tabla por dos clavos de la misma madera.


Entre la parte superior y la inferior, y entre las dos maderas verticales de los lados verticales, hay cinco niveles esculpidos.


En el superior, varias figuras humanas con las piernas abiertas y adornadas con tiaras, se quedan hundidas en el fondo porque a los lados, dos figuras con mayor relieve, casi volando hacia el exterior, parecen representar a personajes que mandan, que son venerados o temidos.


En el siguiente nivel, justo al par de la falleba, cinco personajes humanos guardan la formación, mientras alrededor del pasador, parecen estar talladas las formas de algunas casas.


En el nivel central, tres personajes, dos femeninos y uno masculino, siegan la mies. Parece tiempo de cosecha, mientras se representan sobre ellos los animales que seguramente les ayudan en las labores agrícolas.


El cuarto nivel está lleno de figuras humanas, todas iguales o semejantes, alineados como en una formación.


El quinto, tal vez el más trabajado, está ocupado por personajes masculinos y femeninos que desarrollan diferentes oficios sobre el campo, sobre las aguas o en talleres. Parece que vuelan los puñales. Sobre ellos, dos enormes cocodrilos enfrentados presiden la escena.


Podría decir que todo lo que he contado es la realidad de lo que hay, aunque advierto que lo he mirado y lo he escrito siguiendo lo que mis ojos y mayor o menor querencia de cada forma me han dictado.


Ahora podría interpretar la figuras de la puerta y podría pensar que el artesano que la construyó o su cliente, que la encargó, eran personas de una cultura amplia, que poseían un conocimiento de sus tradiciones y formas de vida. Posiblemente, el cliente era una persona con recursos económicos, pero también pienso que no hubo cliente, que fue el usuario final el que buscó la madera, la talló y la admiró después.


Las dimensiones de la puerta me hacen pensar en la exigua altura de los que habitaban tras ella.


Pienso en lo que representan cada una de las figuras de los distintos niveles, en la cadena de mando, en las creencias, en la forma de vida, en los ciclos de la naturaleza y su impacto en las vidas de sus gentes, en la significación de los cocodrilos, en el sentido de una figura que parece escaparse de la parte inferior izquierda de la puerta con un aplique sobre ella que me hace pensar en una gran cabellera o en la cabeza de un alien.


Me pregunto qué me hace querer más esta puerta, lo que veo directamente, sus tallas, o lo que me sugiere cada figura, todo imaginación por supuesto. 


Amillano, verano de 2023.

Isidoro Parra.





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