DESAMPAROS Y RESCATES. EL COLOR DE LA PIEL Y EL JAZZ

EL COLOR DE LA PIEL Y EL JAZZ




Acuarela: José Zamarbide


Acababa de bajar de la habitación de mi cuñada en el hospital a la calle. Eran algo más de las cinco de la tarde y lucía el sol sobre la vida y también sobre las tristezas y las alegrías.


Estaba sin coche y quedaban unos minutos para que llegara un amigo a recogerme para ir a la Universidad. En la puerta del centro hospitalario había un banco de madera, sin respaldo, moderno, casi terapéutico. Mientras esperaba, aproveché para sentarme y leer algo de poesía. Leer poesía permite leer poco pero en profundidad, no es necesario leer varios o muchos poemas seguidos. Si te topas con uno que te hiere o que te hace sonreír, puedes quedarte en sus versos lo que te costaría leer un capítulo largo de una novela.


Pasadas unas páginas, sentí que una persona se sentaba a mi lado, pero no levanté la cabeza ni le miré. Parece que en estos tiempos, hemos abandonado también los saludos y protegemos, sobre todo, la coraza de nuestro aislamiento.


Mi acompañante llevaba un teléfono móvil en la mano y de él salía la música de una pieza de jazz en la que la trompeta hacía gala de su presencia solista. El volumen era bajo, pero rompía el aislamiento en el que me encontraba, siguiendo el camino marcado por el poema, verso tras verso.


Los segundos pasaban y, a la música, se añadía el humo de un cigarro que volaba a mi alrededor. Sin volver todavía mi mirada hacia él, sentía el aire de la mirada de mi acompañante que, cada vez con mayor frecuencia, volvía hacia mi su cabeza.


Mi aislamiento se rompía y el centro de atención se desplazó del libro que tenía entre mis manos a la persona que tenía a mi lado.


Volví mi cabeza y me encontré con una sonrisa cautelosa, en medio de una cara gastada por el tiempo y oscurecida por la soledad y el alcohol. Parecía que la luna hubiera castigado durante muchas horas esa piel que tuvo que lucir otro color en otros tiempos. En medio de esa cara, una sonrisa luminosa que parecía moverse al ritmo de la pieza de jazz que sonaba en su teléfono.


Sus dos brazos, uno encima del otro, cruzados, descansaban sobre sus piernas también cruzadas.   


Yo también sonreí, dirigiendo rápidamente mi mirada hacia el origen de la melodía.


De mi gesto surgió su pregunta: ¿Te gusta el jazz? La repitió cambiando el tono al usted. Por lo visto, mi cara todavía reflejaba la molestia por haber sido interrumpido en mi lectura. Me relajé.


Hablamos un par de minutos sobre la música en general y sobre el jazz en particular, frases breves, sondeos sobre los gustos de cada uno, mientras a mi cabeza venía el recuerdo de alguna noche de Chicago y de muchas más en Madrid, escuchando jazz y bebiendo un par de whiskys.


Mientras hablaba, él movía la mano derecha con el cigarro entre los dedos, amarillos y oscuros, con la piel delicada como el papel de fumar mojado y puesto a secar.


A los colores de su piel, en su cara y en sus dedos, mi mente le ponían los adjetivos, inevitable reacción de la costumbre, en un apresurado e injusto juicio de valor por mi parte.


Los comentarios sobre el jazz dieron paso a otros más personales. No hubo que preguntarle nada. Tenía necesidad de hablar y nos relajamos.


Me habló de su hijo, de la mujer que ya no tenía porque le había dejado hacía ya mucho tiempo. Un torrente de lamentos y de perdones. Una sonrisa más amplia cuando hablaba de su hijo.


No había rencores, no acusaba a nadie. Se resistía a reconocer sus propios actos, parecía que había superado el odio y la aceptación general sobrevolaba su discurso o, tal vez, la sabiduría de la acogida de lo inevitable, de lo irreparable.


Había venido a visitar a su madre, ya anciana y hospitalizada. Su actitud era tranquila, sin dramas. No parecía que tuviera muchos trabajos esperando.


Empezó a hablar sobre la vida y su cara se iluminaba. Era imposible no entrar al trapo de sus palabras. Al principio no preguntaba nada, tenía necesidad de poner su vida encima del trozo de banco que nos separaba.


El trabajo, la juventud, su pareja, su hijo, su madre, desfilaban y llenaban el aire cercano de esa tarde. Yo me limitaba a escuchar, pero estaba atento, creía entenderle o él creyó que le entendía. 


Él me hablaba de Stan Getz, yo le hablaba de Coleman Hawkins. Fue en ese cruce de preferencias jazzísticas donde se acercaron las voces, donde respiraba la piel, donde se acababan las diferencias, donde le confesé que me rendía a su paleta de instrumentos y sonidos.


Hablamos de cafés de jazz en directo, de las escuchas de sonidos y voces con un whisky entre las manos. Hablábamos de la vida, especialmente de su vida. Y la sonrisa se desbordaba en su cara y yo ya no veía el color de su piel, solamente sus ojos brillando y su mano aferrando el cigarro que se iba consumiendo, dibujando sueños en nuestro espacio personal.


Se confió y quería seguir hablando, pero yo recibí el mensaje de mi amigo diciéndome que me estaba esperando.


Me fui disculpando, pero él no quería terminar. No sé qué pensó ni imaginó. Me preguntó si le podía dar mi número de teléfono y si me podía llamar algún día para seguir hablando de jazz y escuchar alguna canción. Dudé con el instinto de defensa que nos genera la necesidad de privacidad y protección, pero él me dio el suyo y yo pensé que si tienen nuestro número de teléfono particular todas las compañías de marketing telefónico y todos los gugels del mundo, ¿por qué no podía tenerlo esa persona de la que todavía no sabía su nombre ni ella el mío?


Se lo di y pensé que daba igual, que probablemente no le volvería a escuchar hablar de su jazz, de esa música que parecía llenar su vida.


Nos despedimos con un apretón de manos y él se quedó allí, consumiendo su cigarro y escuchando un clarinete que hacía equilibrios sin pentagrama.


Nunca le he vuelto a ver ni he recibido una llamada suya. 


En algunos momentos, pienso en el color de su piel, en la vida y sus desamparos y cómo existen posibilidades de encontrar el rescate con la música, el jazz en este caso.


Para mí, vivir ese encuentro y esa escucha, también fue un rescate, como lo son los momentos generosos, pacientes y sin prejuicios.



Pamplona, diciembre de 2024

Isidoro Parra. 




Comentarios

  1. Una preciosidad. El propio jazz tiene siempre algo de desamparo, y de rescate. Un encuentro así, en un banco a las puertas del hospital, tranquilo, conversación sobre música... qué bien lo has escrito. El jazz es parte de la banda sonora de los desamparos. Qué envidia esas noches en Chicago y Madrid escuchando el jazz. El jazz creo que está hecho para escuchar en directo, principalmente. Yo como soy un aprendiz, que llega de la música clásica, como muchos otros, necesito siempre una mano que me guíe, alguien que me indique los pasos en esta senda de la escucha del jazz. Y así, escucho, casi siempre maravillado, el programa Sólo jazz, con Luis Martín, en Radio Clásica, que me muestra las diferentes posibilidades de escucha. O voy leyendo libros, intercalados con escucha, como El canon del jazz, o el último de Murakami, Retratos de jazz, y voy emocionándome, porque soy muy de emociones, ya sabes, con Bill Evans, Chet Baker, Ella Fitzgerald... aprendiendo. Imagino una tarde de verano, leyendo en la hamaca del jardín, con un disco sonando de fondo, y una poesía dejando caer sus pétalos. Gracias

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  2. Gracias, os azules, tu comentario es otro relato, el de la vida llena de palabras y de notas musicales, todas bellas, que compartimos cuando podemos.

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  3. Querido Isidoro. Captar un momento cualquiera de la vida que en teoría no tiene mayor relevancia y ver más allá de lo aparente, requiere una sensibilidad especial. Captar la belleza detrás una piel ajada y el humo "molesto" de un cigarro....no es fácil. Con tu desamparo veo cómo se puede uno aproximar con temas comunes con alguien que ni lo conoces. Y claro... con la música ... lo entiendo bien. Un abrazo gordo. Tommy

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  4. Amigo Tomás, tú sabes mucho de lo difícil en la vida, pero, afortunadamente para todos nosotros, has sabido conservar la sonrisa. Gracias a ti.

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