CARTA ABIERTA Nº 8 A JOSÉ SABORIT.
CARTA ABIERTA Nº 8 A JOSÉ SABORIT.
Buenas tardes, José.
Si no se me ha escapado algo, creo que hace ya un tiempo que nos tenías huérfanos de nuevos poemas tuyos.
De hecho, llevaba ya unos meses esperando éste último poemario, desde que allá por el mes de septiembre pasado, Victor Herrero me dijera que estabas en trámite de publicación.
Hace dos o tres días, retiré el ejemplar de mi librería habitual, salí a la calle, me senté en un banco de madera pintado de color verde, rasgué el papel transparente que envolvía el libro y me sumergí en su lectura.
Lo primero que creí encontrarme fue una voz más madura, más selectiva, más honda, como si quisiera esconderse tras algunos versos, un ligero cambio que, en ese momento, desconocía si obedecía a un cambio real, a una orfandad de tus otros poemarios para comparar o a una ilusión de mi propia memoria, de unos recuerdos mal archivados. Al final, tampoco importaba mucho.
Tras los primeros poemas pensé que este poemario iba de la vida -te aseguró que no había leído el título- y volví a la portada. Para mi sorpresa, el título iba en esa dirección: “Más vida”.
Unas horas después, cuando acabé de leer el poemario entero, llegué a la conclusión de que era cierto, hablabas de la vida de todos los días, de lo cercano, de lo que importa, de lo que no es posible medir con números ni con dinero; pero también he querido entender que el título del poemario hacía referencia a esa “más vida” que se mueve a tu alrededor, a tus hijos.
No es mi objetivo hacer un recorrido, poema a poema, pero, por mis cartas anteriores, sabes que mis comentarios reatan referidos generalmente a poemas concretos, a lo que he podido sentir al leerlos.
Vaya por delante mi agradecimiento por este disfrute.
En el primero de los poemas, “El buen ladrón”, un retrato que leo como si fuera tu vida, la mía o la de cualquier persona que perciba y sienta lo que le roza, sigues un recorrido amplio, lleno de vida, un paso por un camino que ha merecido la pena, con ese punto de tristeza de percibir que, un día, puede llegar al final del recorrido, un retrato de la vida.
Con suerte, seremos como los cítricos. Moriremos cuando lleguemos a viejos.
La disyuntiva entre el sí y el no, la frontera entre la duda y la certeza, la fina línea que puede separar el odio del amor, la distancia plena entre la partida y la llegada, el abismo aparente entre la tristeza y la alegría. Creo que casi todo en la vida cabe en una disyuntiva.
No sé si el tiempo barniza poco a poco los objetos sobre los que pasa, pero estoy seguro que tiñe casi todo con el color de la nostalgia, sentimiento que en ocasiones nos llega como una renuncia y en otras como un abrazo de entrañables recuerdos. Así, como un recuerdo amigo te han pillado a ti en esos muebles de tu infancia.
No he acabo de aterrizar en tu poema “De lo que apenas puede hablarse”, en el que hablas de los deseos que ignoras, pero no he podido evitar quedarme un buen rato entre sus líneas, pero es igual si sabemos o no de lo que hablamos. Creo que es más importante dialogar con lo que cuidamos y con lo que nos cuida.
Has dibujado con finura y altura los límites entre la alegría y la vida, entre lo necesario y el todo, en tu poema “La perfecta alegría”. Demos la bienvenida a todo lo que nos rescata del asedio de las espinas y la maleza, llamemos a los alegres heraldos a darles un buen recibimiento.
¡Quién no quisiera ser un atlante como esos que perfilas en tu poema!
Dejar correr la bandeja de la venganza, desbrozar los laberintos, distinguir el oro de la paja, cargan con los pesos propios y los ajenos -casi como Jesús-, los que callan y olvidan las ofensas, los que sonríen en la derrota. ¡Dame Dios, una sola de esas virtudes!
Las escenas y las imágenes del mes de julio son la vida sencilla y plena que tenemos alrededor y que podemos olvidar si nos empeñamos en el más y en el más deprisa.
Es lo mismo que pienso cuando leo “Un buen vaso de vino”, aunque a estas alturas de mi vida, con mis años, cambio ese acompañamiento por el de “Un vaso de buen vino”. De todos modos, sonreír con cara de bobo y hombre feliz al acabar de leer ese poema es fácil, porque ni si ni no y, además, no importa, me basta con ese aluvión de buena vida cotidiana.
No es fácil eso de acoger el daño. Tampoco es fácil descubrir en su reverso el camino para darle la vuelta a la herida, para reconocer la fuerza que nos ofrece. Este poema me ha recordado a una conferencia que pronunció hace unos meses nuestro amigo común, Victor, hablando, siempre bellamente, de la oportunidad que nos brinda el dolor.
Me he sonreído, hasta me he reído, al leer tu poema “El ladrillo”, en el que versificas el significado de ese ladrillo que argamasa una amistad y acompaña una vida. Los ladrillos, los muros, sus grietas, las lagartijas y las arañas que las habitan, las sombras que proyectan; de lo menor a lo mayor, del uno al todo. Me ha hecho acordarme de mi casa y las ilusiones puestas en sus paredes.
Hablas del plumier, pero estás hablando de la magia de todos los objetos que nos vienen del pasado y algunos que nos acaban de llegar del presente. En ocasiones y con algunos objetos, los miramos y les hablamos, esperando una respuesta que nunca llega, pero tal vez es mejor porque así podemos imaginarnos lo que nos dirían y evitamos disgustos.
Si eres capaz de escribir un poema tan sugerente y tan bello hablando de una hoja de acelga, creo que puedo esperar cualquier cosa de tus próximo poemas.
Distinguir lo que nos ilumina, José, es cosa de sabios. No hay que confundirlo con aquello que nos ciega.
Estoy seguro que tu padre vigilará que sus tijeras nunca te hagan daño, jamás te hieran.
Has quemado mucho, tus naves, el caudal sonoro de tus ríos y mucho más, pero te queda mucho que darnos, José, eso espero.
Muchas gracias y un abrazo para Lola.
Pamplona, febrero de 2025.
Isidoro Parra.
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