ENIGMAS. LA VIDA PASAR

LA VIDA PASAR




Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques –no la hay-.

Konstantino Kavafis: La ciudad



Fotografía: Isidoro Parra.



Recorremos las calles de Pingyao, en China, en el año 2006 y, al mismo tiempo, buscamos algunas señas de identidad y huellas de nuestras vidas.


Junto a esta puerta no hay que buscar la vida, hay que dejarse llevar por la vida que bulle alrededor. Hablo de la vida de la gente que pasa de un lado al otro de la puerta, de la que camina a lo largo de la calle. 


La quietud de la gente que, desde esa torre de vigilancia, investiga el horizonte lejano y las vidas más cercanas es una actitud cotidiana, tranquila, es la esperanza de los vendedores que esperan tener un buen día; es también la de los que caminan buscando el recuerdo especial. Es el lento discurrir de la existencia que pasa frente a los que descansan en las escaleras de sus lados, de las historias que se adivinan tras las bicicletas aparcadas en la acera.


Es una puerta que une norte y sur, que vertebra cuadrículas y barrios, una puerta para acordar encuentros, citas de amor, puntos de partida y de llegada.


Pingyao siempre te da sorpresas. Sus puertas no siempre son de madera ni cuadradas. Ésta, en mitad de la vía principal, es una puerta sin barreras, pero cargada de historias de vigilancias, de orden, de prohibiciones y permisos.


A pesar de su aspecto militar, los que levantaron la torre que descansa sobre la puerta no olvidaron dejar en su parte más alta, todo el arte de su generación, como un legado para los que habrían de llegar. Por eso tiene la imagen de lo perdurable, como una flecha que atraviesa los siglos y el pensamiento.


El polvo, siempre presente en ésta ciudad, alfombra las losas de la calle, dándole al ambiente su impronta de pertenencia a la tierra.


Yo, en medio de la calle, me detengo a ver el detalle, pero me quedo con el conjunto, con el cuadro que el tiempo ha ido pintando para que yo me sienta ahora un intruso en la historia de éstas piedras, un espectador gratuito que intenta apropiarse de lo que ven sus ojos y que, al final, se rinde ante la armonía creada por otra cultura, por otros hombres y otros tiempos.


Al final, no me queda sino la certeza de que la belleza no tiene dueño, que el arte es como un viento que dibuja la singularidad y la diferencia donde quiere, que solo soy un espectador privilegiado, un hombre sediento que encuentra fuentes de las que mana el agua más fresca por dondequiera que va.

 

Un regalo para cultivar la curiosidad y la humildad.


Es cierto, como escribía Kavafis, que la ciudad siempre es la misma, que no debemos buscar otra, que no la hay. Lo que no precisó el poeta es que no es necesario hacerlo porque la ciudad de siempre, la nuestra, la tenemos frente a nosotros de forma permanente, que solamente es necesario mirarla y, por supuesto, verla, quererla un poco, acomodarnos a ella y sentirnos parte de una mínima porción de su historia.


A mí me resulta difícil sentirme parte de la historia de esta ciudad y de esta puerta, pero intento dejar un pedazo pensante de mi mente para seguir aferrado a este lugar, a esta imagen.


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