UN MUNDO CULTURAL EN MI COCINA.


UN MUNDO CULTURAL EN MI COCINA.

REFLEXIONES SOBRE LA COCINA COMO ESPACIO ANTROPOLÓGICO.


Estamos ante un análisis que podríamos encuadrar en lo que se viene a llamar “antropología cultural”.


La primera pregunta que me he formulado tiene que ver con el tiempo y la antropología. ¿Cuál es la medida del tiempo y cuál es el tiempo idóneo o suficiente para poder extraer conclusiones y que se produzcan cambios sensibles en la cultura de unas personas, en un espacio concreto?


No tengo la respuesta y supongo que depende de otras muchas circunstancias, como los modos de vida, el aislamiento respecto al resto de los seres humanos, la fortaleza del arraigo de determinadas costumbres, etc.


De todos modos, ante el objetivo de este trabajo, el tiempo que me permite poner de manifiesto mis experiencias es el de mi propia vida; es fácil concluir que no dispongo de recuerdos anteriores a ella ni sé lo que pasará tras mi muerte, ni como evolucionarán las costumbres.


Ahora bien, cuando hablo de mi vida, también lo hago de los recuerdos de niñez que engloban a mis abuelos y a mis padres; después, a mis padres y a mis hermanos, a mi núcleo familiar más personal y a mis hijos; sólo levemente a mis nietos. En esos recuerdos están presentes las vivencias y cultura derivadas de “las cocinas”.


En lo que voy a relatar, intentando hablar de diferentes momentos de mi vida, traeré a mi presente los recuerdos de la relación con la cocina por parte de mis abuelos, de mis padres y el resto de personas que me han rodeado, así como del lugar e importancia de la cocina dentro de cada casa que he habitado, el sentimiento de pertenencia o propiedad del espacio de la cocina para cada uno, los usos, la forma de compartir los distintos momentos, la evolución de los sentidos y la trascendencia para la vida familiar. Diré algo también de la evolución de las técnicas, de los productos consumidos y del disfrute.


INFANCIA:


Tengo dos espacios de cocina grabados en mi piel y en los recuerdos de mi infancia: la de mis abuelos maternos y la de mis padres. Si lo pienso, no recuerdo ni dónde estaba situada la cocina de la casa de mis abuelos paternos.


En la de mis abuelos maternos, corrían los años cincuenta, la cocina era amplia, pero oscura, como si de una gruta de tesoros se tratara. Era el reino de mi abuela. El abuelo solamente llegaba para comer, para ser servido.


Todo estaba limpio, pero las sombras eran las reinas de ese recinto, como si todo tuviera que hacerse en soledad y aislamiento, para no desvelar secretos (de lo que se hacía y de lo que faltaba).


Una pieza esencial de la cocina, dado que no había agua corriente, era una gran tinaja de barro (un tesoro que solamente queda en el recuerdo de nuestras vidas) con una tapadera de madera sobre la que se guardaba una jarra metálica sujeta por una cadena larga. Con esa jarra bebíamos todos; el agua estaba fresca. Era uno de los tesoros de la cocina. 


Una cocina “económica” descansaba sobre una de las paredes, alimentada por la leña que subía mi abuela desde el cobertizo de la huerta.


En la cocina reinaba y trabajaba solamente mi abuela. El abuelo era el “huésped atendido”.


Nunca sabíamos lo que íbamos a comer, pero allí estaban presentes las verduras, las legumbres del huerto, las frutas y los huevos que ponían las gallinas del gallinero. Los domingos, el conejo o el pollo asado, también de la propia casa.


Era una estancia al servicio del resto de la casa y de la familia, pero no era un espacio festivo ni compartido, solamente se ocupaba por el resto de la familia para comer.


Queda lejano, pero todavía esta presente en mi memoria. Probablemente, mi cultura de la cocina tiene su comienzo allí. 


***


En el caso de la cocina de la casa de mis padres, la cocina seguía siendo el reino de mi madre, pero hay un cambio respecto a la mis abuelos.


Tengo que aclarar que mis padres regentaban una carnicería y hacían embutidos caseros (hoy se diría “artesanos”): salchichas, chorizos, morcillas, butifarras, jamones curados, papadas y pancetas adobadas y curadas, etc.


Por ello, la cocina de mis padres, sin dejar de conservar algunos de los elementos de la de mis abuelos, como era el disponer de cocina económica, ser reino de la mujer y utilizarse como espacio de trabajo y servicio, apuntaba a otros usos.


Como puede adivinarse, la cocina de mi casa paterna era fábrica de productos que luego podíamos vender para asegurar el sustento familiar.


En esta etapa, se introduce un par de modificaciones: mi padre sigue siendo el invitado atendido y servido en la cocina, pero en algunos momentos concretos toma el protagonismo de los fuegos. Concretamente, cuando llegaban algunos parientes o amigos (sobre todo de los hijos), era mi padre el artífice de preparar unas latas de caracoles al horno con una salsa de tomate plena de ajos y picante. 


A pesar de ese protagonismo, seguía siendo mi madre la que limpiaba los caracoles y los disponía sobre la lata, la que pelaba los ajos de la salsa de tomate y la preparaba. Mi padre le daba el último toque, probaba y rectificaba la salsa, la extendía sobre los caracoles y vigilaba el horno. Quedaban claros los rangos de trabajo y protagonismo.


La cocina económica era el paisaje de las múltiples perolas, manteniéndose calientes al amor del fuego.


Las otras modificaciones que recuerdo en relación con la de mis abuelos, eran la luz y la escucha de la radio. Las sombras ya no eran las dueñas del aire, había luz natural y luz eléctrica, la percepción de los colores era distinta. En cuanto a la radio, su presencia en la cocina hacía de ésta un espacio en el que se estaba fuera de las horas de la comida, para escuchar noticias, seriales o música.


A modo de resumen, seguía siendo el reino de la mujer, el hombre empezaba a tener algo de protagonismo y cambiaba la intensidad de la luz y los usos de ocupación.


Hasta aquí, las cocinas eran un reciento independiente del resto de la casa.


***

MADUREZ:


Antes de entrar en la etapa matrimonial, pasé algunos años de soltero. En mi primera casa propia, un pequeño apartamento, disponía de una cocina pequeña, pero con un cambio sustancial con lo vivido anteriormente: era un espacio abierto, comunicado con el salón por un mostrador bajo y un dintel sin puerta.


Esta disposición, introdujo de golpe un cambio cultural en la experiencia de la cocina como un lugar integrado con el resto de la casa, en el que el o la cocinera no tenía por qué dejar de convivir con el resto mientras ejecutaba la tarea de preparar la comida. Se compartían, si no las tareas, al menos las horas y las conversaciones -y, en ocasiones, un vino previo al llantar-. Ese compartir era, en parte, dejar de hacer las cosas para los demás, no cabía esa actitud tan marcada de servicio, se había cambiado por un compartir un momento creativo. 


***


Pienso ahora en la parte de mi vida en la que mi mujer y yo tomamos nuestras decisiones con relación a nuestra casa y, en ella, con nuestra cocina, aunque no está tan claro que tomáramos una decisión personal. Lo digo porque el espacio de la cocina venía dado con la casa que compramos. Más que elegir la cocina, elegimos la casa en la que había un espacio de cocina y comedor, contiguos pero separados, que aceptamos e incorporamos a nuestra vida.


Lejos todavía de la concepción contemporánea del compartir tareas y espacios por igual, en los primeros años de casado (tiempo prolongado), era mi mujer la que tuvo que asumir el espacio de la cocina como propio. Seguía siendo un especio de trabajo y servicio a los demás.


No habían cambiado mucho las tecnologías utilizadas -salvo la aparición de la olla exprés- ni los alimentos utilizados, con un pequeño matiz, en este último caso, que consistía en vigilar un poco más, acertada o equivocadamente, los efectos en la salud de algunos ingredientes.


Los años fueron pasando y se despertó en mí la afición por la cocina (un curso de cocina por aquí, la afiliación a una sociedad gastronómica por allá, etc.) que produjo el efecto de ir repartiendo las tareas entre mi mujer y yo. Al pasar el tiempo, se fue afianzando mi afición por la cocina, por el propio placer de cocinar y el de ofrecer atenciones a mi familia y amigos y, no puedo negarlo, fue decayendo el interés de mi mujer por mantener la posición de poder en la cocina. Todo esto sucedía al mismo tiempo que en la sociedad se iban cambiando los papeles y se gestaba una igualdad entre géneros que afectaba a todas las tareas de la casa.


Esta evolución se acompañó con un cambio de casa en la que el espacio que la cocina ocupaba dentro de la casa era de mayor importancia, a pesar de que nunca habíamos vuelto al concepto de cocina integrada con el salón.


El cambio sustancial, desde mi punto de vista, se produce cuando construimos una casa en una pequeñísima población, rodeados de naturaleza. Allí, en el diseño de la casa, no dudamos en plantear una cocina absolutamente abierta al salón, desde la que, al tiempo de hacer la tarea de cocina, se podía disfrutar del paisaje, del calor del fuego de la chimenea, del vino compartido, de la charla entre todos, del picoteo que acompaña al vino, de la música, si procedía. La cocina, a partir de ese momento, no era un espacio de trabajo, era y es un espacio de vida.


Con ese nuevo enfoque, en el que se han ido integrando mis hijos, ha tomado cuerpo el papel de los hombres en la cocina, se ha innovado en el surtido de comidas, se ha desarrollado hábitos como el maridaje de la comida con los vinos, se ha practicado la repostería, la inclusión de otros sabores -cada miembro que se incorpora a la familia, viene con sus propios platos-.


Aparecen nuevas técnicas como el cocinar a baja temperatura, las caramelizaciones, la mezcla pensada de ingredientes, extraños hace tiempo.


La cocina ha pasado de ser un lugar de trabajo y servicio a ser un espacio de fiesta, de compartir y disfrutar del placer de platos hechos con y para los demás.


Tampoco hay que olvidar la función de la cocina, antes impensable, de preparar productos, especialmente platos innovadores, repostería, etc., para regalar a los amigos.


Mis hijos tienen integrado este modo de ver la cocina y sus casas. En la ciudad, tienen cocinas abiertas y compartidas.


Mis nietos están viviendo una cultura de la cocina, del espacio, de sus protagonistas, de su uso y disfrute totalmente diferente a la que vivimos nosotros.


De mi niñez hasta ahora, han cambiado los espacios, la asunción de tareas, el concepto de la cocina y del placer culinario, el tipo de ingredientes y alimentos usados y las tecnologías.


No puedo dejar de reconocer que, a pesar del espacio de tiempo tan exiguo, se ha producido un cambio cultural asociado a la cocina.


Si la antropología es un estudio holístico y comparativo de la humanidad, en este caso no hay comparación entre diferentes grupos de personas; tan solo de las mismas personas a lo largo de un tiempo, además no muy largo, aunque la. Evolución cultural asociada a la cocina es un hecho real. Ha existido variación en el tiempo y modificación del espacio habitable. 


Por otra parte, si pienso en este corto, y a la vez largo, período, creo que desde el punto de vista de la antropología lingüística, se ha producido un cambio sustancial: han desaparecido las expresiones que tenían como significado la “normalización” que identificaba las tareas de la cocina con la mujer, lo que suponía, a su vez, una normalización de la supremacía machista de esas épocas. 


No estoy familiarizado con algunos conceptos, pero creo que, al menos en mi familia, se ha producido un cambio sustancial de actitudes mediante un proceso de enculturación que ha tenido su escenario en la convivencia entre fogones.

 


Pamplona, diciembre de 2022.

Isidoro Parra Macua.







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