CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Cuarta etapa

DIA 22 DE SEPTIEMBRE:

DE LOS ARCOS A LOGROÑO.


Desayuno en el albergue que, a esas horas, está atendido por uno de los gestores, un señor que dice ser de Mendavia y cuyo nombre ni siquiera le he preguntado, casado con una mujer colombiana que también trabaja en el albergue. 


He entablado una pequeña conversación con él, me ha preguntado de dónde soy, de dónde vengo y hasta dónde voy, me pregunta mi nombre y me pide que espere unos minutos. 


En esos pocos minutos, y delante mía, empieza a retorcer un alambre con unas pequeñas tenazas y me regala una figura que reproduce un peregrino, mi nombre y una flor. Otro regalo de este Camino, especialmente raro si tenemos en cuenta lo poco conversador y amigo de hacer nuevas amistades que me estoy demostrando ser a mi mismo.


Con las decisiones del día anterior, y a pesar de que las predicciones pronostican lluvia, salgo del albergue un poco antes de las siete de la mañana, de noche, oscuro, y estreno mi frontal que me hace recorrer los primeros kilómetros en medio de la oscuridad de esta noche que, por estar acabándose, parece más negra y más fría, por un paisaje que entreveo algo monótono y áspero, pero con más olivos y viñedos que los que había en el de la aproximación a Los Arcos. De hecho, el suelo que piso, con algo de duda por la oscuridad del momento, es del tipo de los caminos de concentración que parecen recién estrenados, duros también, con poca capacidad de diálogo con el caminante, sin experiencia de inviernos pasados.


Cuando se adivina el amanecer apago el frontal y camino a media luz, observando y adivinando sombras y perfiles, recibiendo las primeras notas de luz por el este.


Las primeras luces que atisbo son las de El Busto, pequeña población que dejo a mi izquierda y que precede al conjunto de Sansol y Torres del Río, tan próximas que parece se hubieran ubicado en esas colinas para vigilarse, para medirse.


Desde primera hora, me acompañan densas nubes de oscuros colores y truenos rotundos que me amenazan continuamente como un recordatorio de conciencia, como si me dijeran que pueden aparecer en cualquier momento y empaparme de lluvia y frialdad. A pesar de ello, me voy librando sin que una sola gota de agua caiga sobre mi cuerpo ni sobre mi sombra. Probablemente, la amenaza que representa, me hace acelerar el paso para sortear las diferentes descargas que se producen en mi entorno. En algunos momentos, la lluvia parece estar tan cercana que saco mi capa para la lluvia y me la dejo en el exterior de la mochila, pero no la llego a usar.


El primer pueblo que me encuentro, ya amanecido y después de un recorrido extra por un despiste en el camino, acompañado de otros peregrinos, es Sansol pero antes de llegar, el horizonte me regala unas hermosas vistas de Codés, vértice que ha dado sentido y espiritualidad durante muchos años a estos pueblos.


Entre Sansol y Torres del Río, han construido un camino enlosado que une las dos poblaciones. Agradeciendo el esfuerzo de la obra y la comodidad que supone para los peregrinos, no es menos cierta la orientación comercial del mismo. Al menos, da la impresión que  nos lleva por esa ruta para no escaparnos de llegar a Torres y, además, entrar por ese punto para recorrer todas las calles del pueblo que, con el auge del Camino, se ha convertido en un centro hotelero de primer orden.


Antes de cruzar el puente romano que me adentrará en el pueblo, la vista que me ofrece es completamente diferente a la que yo recordaba y, sin lugar a dudas, la causa no es otra que el crecimiento turístico como consecuencia del Camino.


Es una pena que la iglesia del Santo Sepulcro, construida en el siglo XII, románica y de planta octogonal, no esté abierta al público, sobre todo si pensamos que está en un punto clave del Camino y que éste ha contribuido en gran medida al progreso del pueblo, pero parece no haber mucho tiempo en Navarra para cultivar la espiritualidad del Camino.


Paro para tomar un café, descansar unos minutos y retocarme los calcetines porque parece que me están molestando un poco. De acuerdo con el trazado previsto, llegar a Torres del Río supone haber recorrido un tercio de la jornada. A la salida del pueblo puedo contemplar una escena que hace retroceder mi memoria a mi infancia: dos labradores vareando un almendro para recoger los almendrucos que caen sobre una tela asfáltica que han colocado en el suelo. Almendros y olivos, dos árboles que suelen sufrir este apaleamiento para recoger lo que gratuitamente nos dan.


(Iglesia del Santo Sepulcro, Torres del Río)


Hacia atrás, mirando al noreste, observo las espesas cortinas de lluvia que caen de un cielo negro y descargan sobre la zona de Los Arcos, pero sigo sin mojarme.


El camino discurre hacia tierras de Bargota, pero antes digo adiós a la llanada de Los Arcos.


A unos cientos de metros de la salida de Torres del Río, me encuentro el primer testimonio que he visto en el Camino del recuerdo de una peregrina que dejó su vida en esta zona. Miles de pequeñas piedras se acumulan alrededor de la cruz de piedra que la recuerda.


En las inmediaciones de la ermita del Carmen, paso por un jardín de piedras (pequeñas pero que forman muchas agrupaciones tipo cairn) que un joven ha apilado, creando un espacio para detenerse a descansar y, si se tercia, comprarle fruta, zumo y café. No me paro porque tengo la sensación de que este tipo de apilamientos no hace sino desgastar la composición natural del suelo del entorno. No me siento atraído. Es posible que me pierda alguna historia personal, pero no tengo la disposición de la pregunta en mí ánimo ni en mi forma de ser.


Sin entrar a Bargota (ni verla), los montes se abren hacia Logroño, pero antes me espera Viana.


El camino, en los primeros kilómetros es bastante más estrecho y serpentea, arriba y abajo, entre olivos, almendros, algún pino y viñedos, en medio de un laberíntico rompe-piernas que castiga mis pies de una forma cuyas consecuencias todavía no puedo prever. Pequeñas cabañas de piedra que servían antaño para que los agricultores, que se desplazaban largas distancias desde su pueblo y pasaban más de un día sin volver a casa, pudieran dormir bajo techo, han dejado un bello testimonio en estos campos. Más modernas, algún apilamiento de piedras señalan el camino sin otro significado. De todos modos, saco varias fotografías porque lo cierto es que es uno de los caminos más bonitos que he recorrido hasta el momento.


Y sigo sin hablar con nadie prácticamente, salvo los saludos de cortesía, pero también es cierto que sigo sin sentir la necesidad de hacerlo.


Aprovecho par repasar a San Juan de la Cruz:


Buscando mis amores

iré por esos montes y riberas;

ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras,

y pasaré los fuertes y fronteras.


Los kilómetros que restan hasta llegar a Viana, se hacen por carretera, con poco arcén, mucho tráfico y viendo los dos posibles objetivos: Viana o Logroño, aunque yo ya tengo marcado el mío. Es un tramo duro y feo.


Tal vez por ello, se agradece la entrada en Viana, villa refundada en el siglo XIII por Sancho el Fuerte, con gran señorío, murallas, edificaciones religiosas, entre las que destaca la Iglesia de Santa María, en la que están enterrados los restos de César Borgia.


Del interior de la iglesia me sorprenden la altura de la nave interior y las pinturas sobre la piedra, por encima del altar mayor.


Además, coincide que es día de mercado y hay mucha animación de gente por las calles. Bastante cansado, después de comprar unos calcetines sin costuras, me tomo otro pequeño descanso para tomar un pincho y un zumo.


Con las fuerzas ya mermadas y planteándome si no he cometido un error al planificar una etapa tan larga, emprendo el camino hacia Logroño del que creía me separaban ocho kilómetros y medio, pero que resultan ser casi once. Dejo Viana por el arco de San Felices, parte de la antigua muralla, y la primera parte del camino discurre por huertas muy semejantes a las que puedo ver en los alrededores de mi pueblo natal. Algo más adelante, el camino serpentea entre viñedos, en los alrededores de la ermita de la Virgen de las Cuevas, en los que cuadrillas-familias de gitanos están vendimiando las fincas, bajo la atenta mirada vigilante de los encargados o patrones.


Repaso la gente que me acompaña con sus mensajes y me viene a la mente la imagen de José Luís, tal vez porque voy andando entre viñedos, pero también porque es un amigo con el que ha crecido nuestra amistad en los últimos años. Él y Cristina han estado siempre ahí, viviendo sus experiencias, como las hemos vivido nosotros, siempre con respeto, siempre con cariño, pero el contacto más frecuente ha hecho aflorar otras habilidades, otras sensibilidades que se reflejan en nuestros mensajes y los ratos que compartimos.


Los últimos kilómetros hasta llegar a Logroño, por pistas de cemento y junto a la carretera general resultan ser un calvario, que me obligan a descansar algún momento y me hacen sentirme algo preocupado por el dolor que siento en mis pies, sobre todo en la parte de los dedos y en la planta.


Este tramo de camino es una necesidad de cubrir kilómetros, pero no tiene aliciente alguno.


Solamente la última cuesta que, viendo ya Logroño, me lleva a las orillas del Ebro, junto al cementerio, me ofrece a los ojos un paisaje más amable: por una parte, la vista sobre la ciudad y su casco viejo y, por otra, los cultivos y viñedos que rodean la ciudad.


Llego al albergue municipal y descubro mi maltrecho pie derecho, al que intento acariciar, refrescar y curar. Me deja preocupado por el día siguiente, porque tengo muy dañadas las uñas de los dos dedos gordos y me ha salido alguna que otra ampolla.


Paso el parte del día: “Cuarta etapa acabada. DestroZado. Los Arcos a Logroño, 38.696 pasos y 30,7 kilómetros.”


Aprovecho para ducharme y hacer la pequeña colada antes de que, tal como habíamos convenido, lleguen Olatz y Mari Carmen que han venido a verme y a invitarme a comer. 


Al final, comemos en Fuenmayor porque son fiestas de San Mateo en Logroño y suponemos que está todo petado de gente. La comida, como no podía ser menos, es buena y abundante. Durante la misma, y dado que el próximo fin de semana, Mari Carmen y Nati van a ir a  Amillano, tramo con mi sobrina la estrategia adecuada para que le deje a Txelo el detalle de alambre con mi nombre, que me habían regalado en el albergue de Los Arcos, en la habitación de nuestra casa como sorpresa, sobre todo porque yo ya le he mandado una fotografía del artilugio.


Después de comer, me dejan en el albergue con un frasco de pasmobelarra que Mari Carmen ha preparado y que agradezco.


El albergue es muy funcional y está bien situado dentro de la ciudad, pero le faltan esos pequeños espacios de comodidad que te hagan algo más agradable la estancia, como una terraza con asientos y mesa, un sitio para escribir, etc. Como son fiestas de Logroño, y además no tengo los pies bien, me quedo a descansar, leer y escribir y no salgo por la ciudad.


Antes de leer, repaso las respuestas en el whatsup.


Pienso en Mari Carmen y Olatz, en el regalo de esa relación, en la nueva etapa que hemos vivido con Mari Carmen desde que tenemos este nuevo contacto, en su cercanía que no guarda mucho las formas de una relación que llamaríamos más normal, pero que nos hace sentirlas cercanas, dispuestas a todo. Nos han hecho entender, por amor, las decisiones tomadas y las renuncias, un espejo más de la vida. Yo, en cualquier caso y al margen de todo, siento su presencia permanente, aún en la distancia y sé que puedo contar con ellas. Lo de hoy ha sido un detalle y un regalazo. Gracias.


Descanso y sigo con mis lecturas que tengo en marcha.


Avanzo bastante con “Tú no eres como otras madres” y sigo un buen ritmo de unas cien páginas diarias de “Guerra y Paz”. Me está sorprendiendo la descripción que hace John Banville sobre Copérnico, sobre todo por la profundidad en la caracterización del personaje y no menos del de su hermano.


También me tienta Cheng, con su concepto de la belleza a vueltas:


“No hay nada malo en las visiones del espíritu, siempre y cuando aumente nuestra posibilidad de ir en el sentido de una vida más elevada, más abierta. Si es el caso, acojámoslas. Si no es el caso, abandonémoslas.”


Pocas páginas después, cita una frase Baudelaire que me hace entender todo mejor, con más paz: “Bienaventurado el que vuela sobre la vida, y comprende sin esfuerzo el lenguaje de las flores y de las cosas mudas.”


Se podría decir más, pero mejor no creo.


De Guerra y Paz, me quedo con el perfil que el escritor traza sobre algunos personajes, que te hacen meterte más en la parte más humana de la historia.


Steiner me manda sus mensajes sobre los que siempre se puede meditar: “Derrotado por la madurez, ¿vuelve uno a estar tan completamente enamorado?.”

 

Después de cenar algo de fruta que me he comprado, me retiro a descansar.


Lo mejor del albergue, su situación en pleno Camino.


Recuento físico:

Pasos del día: 38.696. Acumulados: 125.136.

Kilómetros del día: 30,7. Acumulados: 99,8.


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