CARTA ABIERTA Nº 1 A LOLA MASCARELL.

Buenos días, Lola. Casi me resulta familiar dirigirte esta carta. Después de las que he enviado (perdidas, por supuesto) a José, me siento un poco como en familia.

No quiero avanzar una línea más sin decirte que debo un agradecimiento a Victor, amigo común, que me invitó hace ya un tiempo a conocer tu poesía.


En cualquier caso, y con independencia del contenido que resulte de este empeño, quiero que sepas que lo hago con el mismo respeto y precaución con el que uno se dirige a alguien a quien admira y respeta.


Contemplo desde mi porche de La Luna, los campos de cereal ya cosechados, limitados por pequeños bosques de encinas y matorrales, en las suaves laderas de Lóquiz que descienden hasta las orillas del Urederra, agua preciosa, mientras los ecos de tus poemas se asientan en los recovecos de mi cuerpo.


Acabo de leer tu primer poemario publicado, que yo sepa: “Mecánica del prodigio”.


Quería leerlo antes de volver a leer tus publicaciones posteriores, quería ver cómo elegiste los poemas que iban a formar parte de tu primera obra enviada al público, cómo te expresabas, de qué hablabas.


Y así, poco a poco, con la calma con que nos envuelve el verano, poema a poema, verso a verso, he acabado su lectura.


Si tuviera que que utilizar tres palabras para identificar aquello de lo que me parece que hablas en este libro serían: lo cotidiano, la naturaleza y la vida.


Puede parecer poco, pero en poesía, lo poco, si está bien dicho, puede ser excelso.


Son poemas de vida, en muchos casos de vida cotidiana, porque yo, al menos, me veo reconocido en algunas escenas de vida pasada, de madres y abuelas, de labores a la sombra, en la contemplación de muchos paisajes, en los colores de muchas horas del día.


Son poemas de vida, porque se percibe la edad en la que están escritos, esa edad en la que las pérdidas no son definitivas, en la que la muerte no aparece ni lejana ni cercana. Apenas se atisba lo que puede suponer el paso del tiempo.


Me ha quedado la sensación de que tu descripción de los paisajes y de los momentos del día van parejos con el ritmo y el pulso de tu mirada, las palabras acarician las laderas de las montañas, los árboles y las flores, la luz del sol que llega o al que llegamos, el tiempo que pasa entre tu mirada y las cosas. He percibido nuevas formas de llamar a lo cotidiano, ensalzando el momento, haciéndolo casi sagrado.


Hay calma y profundidad en tu poesía, Lola.


También he percibido que enfrentas a la muerte (o lo que se supone que puede serlo) y el deseo con la misma intensidad, con la de un volcán que nos trastorna.


Tengo que confesarte que hablando de olivos, no supe decir tanto cuando hablaba de ellos en mi libro sobre la Belleza. Solo coincidimos en una cosa: usar palabras que interpelan a lo sagrado.


Me has hecho pensar en el vuelo de los vencejos, dando vueltas al aire, como nosotros se la damos a la vida, como una rueda incansable que atraviesa el tiempo.


He leído algunos poemas como ecos del pasado que todos tenemos. Tus palabras me han traído imágenes de momentos vividos, de miradas que un día posé en otras personas que me rodeaban y que se quedaron para siempre en mi retina.


Tengo que hablarte de tu poema “Desayuno”. No sé si es el mejor, pero me ha dado una oportunidad única. Estaba sentado en mi jardín, contemplando el cresterío de Lóquiz y leyendo tu poema. Mis nietos, seis y ocho años, jugaban sobre la hierba. Les he llamado y les he pedido que me escucharan un momento, que quería leerles despacio un poema, que me gustaría que entendieran algunas cosas del lenguaje poético y algo de lo que decía el poema, que aprendieran lo que era una metáfora, un lenguaje sencillo para llamar de forma diferente a las cosas cotidianas.


Lo hemos leído un par de veces, hemos repetido versos y estrofas, hemos identificado palabras que rozan o se miran en lo sagrado, hemos vuelto a ver en tus palabras gestos de nuestros desayunos, que también son sagrados, y lo más importante, ahora, mis nietos saben ver otras cosas en unos granos de azúcar o en la caída melosa del aceite sobre la tostada.


Ha sido un regalo.


En algunos poemas, encajas sentimientos y toda una vida con la sencillez de las cosas cotidianas, con un lenguaje que parece hacerlo todo fácil, aceptable.


No habría sabido expresarlo, pero a mí también me pasa, en ocasiones, cuando contemplo ensimismado la naturaleza: me estrello contra mi ignorancia. Tú lo dices mejor:


“Tanta vida estallando en la mirada

no cabe, nos rebosa, no se entiende.”


Espero que hayamos podido superar, a estas alturas, las formas verbales de hablar del amor que tantos años nos han tenido prisioneros de protagonismos que a nada conducen.


Tu poema “Instantes” me ha hecho pensar en la fugacidad, en la brevedad de la vida expresada en segundos. Tal vez por eso, la brevedad del tiempo, la fugacidad de las cosas, el desamparo, son portadores de tanta belleza. Tú haces una buena descripción de la fugacidad en tu poema “Bostezo”.


Perdona que insista en el tema de la fugacidad que también he visto reflejado en tu poema “Primavera”:


“Una flor brotará en la rama tierna 

y una parte de mí se irá con ella.”


Qué sería de los poetas y de los que intentamos entenderla sin la fugacidad del tiempo, sin la naturaleza que vuelve cada ciclo, sin aquello que debemos vivir porque se acaba.


Podría haber alargado esta carta, Lola, pero habrá ocasión de volver a escribirte con la relectura de tus otros poemarios.


Me despido en una mañana soleada, a la sombra de un nogal, con mi amor a mi lado, leyendo alguna carta, mientras mis nietos se mecen en las hamacas, bajo los abedules blancos.


Hasta pronto,


Amillano, julio de 2021.

Isidoro Parra.







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