LA HUERTA DE CHICHA



Es una calle castigada por el tráfico de coches, poco peatonal, pero junto a la parada del bus urbano, la calle esconde la entrada a una gruta, a un festival de colores.


Es la Huerta de Chicha, un amplio local que alberga cafetería, comedor y bar, con una barra de dos mostradores paralelos que se unen en una curva que podría ser un meandro de un río de provincias o una curva de la subida a Urbasa.


El conjunto del local te entra de lleno por los ojos, en una mezcla de imágenes retro entre las que coexisten lo correcto y lo incorrecto: imágenes de bellas mujeres, asociadas, como una ofrenda, a lo que se siempre se han unido esas imágenes: a lo masculino, al mundo del motor, de los carburantes y de los tractores.


El conjunto trae a la memoria escenas de carreras de coches, películas de Steve McQueen,  James Dean o Dennis Hooper.


Uno puede imaginarse que está en un garage con paredes de ladrillo y piedra, en el que no cabe un cachivache más, en el que la luz se apodera de todo para acogernos, para envolvernos en su aire y en los sueños que despierta.


También pude ser un almacén, lleno de cajas de madera colgando, con apariencia de viejo gallinero en el fondo o de granero para sensaciones que preservar.


Sobre las paredes, arados romanos y ruedas de carros de caballos, en una mezcla no coordinada pero que no chirría, tal vez porque almacena sueños que han llenado nuestras vidas.


Miro a mi alrededor y observo las puertas metálicas que me recuerdan a estaciones de servicios, a bar a pie de carretera con flotas de enormes camiones repostando.


Las mesas son amplias y combinan la madera y el cristal. Las más altas se aposentan sobre cadáveres del campo, carcasas de morros de tractores con luces encendidas que parecen venir del más allá.


Podría ser un mosaico de marcas, un panel publicitario para empresas de gas, de camiones, de tractores o de cualquier actividad del mundo relacionado con el motor.


Para aposentarse, se mezclan los sofás de cuero con las sillas de varios tipos y los taburetes altos.


Colgando en lo alto de una columna, un gran reloj que podía ser de estación ferroviaria, para que no olvidemos el tiempo, el de estar y el de marchar.


Veo mucho signo del pasado, como esa vieja balanza de tienda antigua colgando, llenando huecos.

 

Los techos son altos y uno pierde la idea de dónde viene la luz, pero existe porque todo está iluminado, con alegría, pero sin estridencias.


El ambiente es un poco “masculino”; alguien diría que no se ajusta mucho a los cánones del gusto actual, pero nada agrede y todo acompaña, mientras uno piensa que la cerveza se sirve de los mismos depósitos que el aceite para el motor. Al final, para muchos, la cerveza puede ser un aceite que mueva su motor.


Todo ello contrasta con la delicadeza azul de la fachada. Por eso, desde fuera, uno no piensa en lo que se va a encontrar al pasar la puerta y, por ello, el impacto es mayor.


Larga vida a la Huerta de Chicha, a la diferencia.


Pamplona, enero de 2021

Isidoro Parra,


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