VERANO IX. El brezo y la arena.


“Por encima de cualquier otra música, esta inconsistencia, esta gracia, esta desnudez que perdura. La plenitud de lo más débil.”

José Mateos (Un año en la otra vida)


Hay jardines muy elaborados con muchas horas de esfuerzos, con mucho dinero y sudores invertidos en sus parterres, en sus majestuosos árboles, en su césped cuidado y milimétricamente cortado, sin hierbas ni zarzas que estropeen la visión perseguida por el jardinero, jardines que mi madre diría de postal o que Antonio, un viejo vecino que siempre está presente a pesar de habernos dejado, señalaría como elegantes, pero también pueden estar llenos de un enorme agujero por la falta de amor, a pesar de su belleza impecable.


Hay otros jardines menos cuidados, a los que les falta la belleza de las horas personales dedicadas a su cuidado; son jardines ásperos en los que no apetece quedarse, en los que se observa una falta de agradecimiento a lo que nos da la naturaleza, en los que se ha pensado poco y vivido menos.


Y hay pequeñas joyas, espontáneas e imprevistas, como este cuadro que descansa a mis pies, en esta tierra de Urbasa: un sendero de arena blanca, tan blanca como un deseo de juventud, suave por el viento que la acuna desde hace siglos, por las lluvias que la lavan, subiendo a la superficie desde sus entrañas y castigada por el látigo de los soles de muchos días.


A su lado, ese macizo de brezo en flor que alguien parece haber colocado sobre el tapiz de hierba que cubre la tierra, como pareja de la arena, bella ella y bello él, más bellos juntos.


Es casi imposible creer que no esté planificado, pero, si te fijas bien, llegas a la conclusión de que ninguno de nosotros hubiera sido capaz de reunir tantos aciertos en tan poco espacio: la palidez luminosa de la arena, el rosa encendido del brezo, el verde oscuro de la hierba y la luz, esa luz que lo ilumina todo.


¡Me siento receptor egoísta y beneficiado de tanta belleza!


Amillano, agosto de 2018

Isidoro Parra.




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