INVIERNO XI. El espejo y las sombras


“La belleza del mundo nos advierte que la materia es merecedora de nuestro amor.”

Simone Weil (El amor a Dios y la desdicha).



Sigo el curso del río acompañado por las sombras que la luz crea en la piel del agua.


Los troncos, oscuros ya a esta temprana hora del día, se tornan más oscuros cuando le dan la espalda al sol.


Los árboles desfilan sobre la superficie de las aguas creando su propio juego de luces y sombras.


Los patos que se deslizan por el río, buscando su alimento diario o el cobijo de la pequeña cueva en la orilla, dejan su huella de movimiento ondulante que desestabiliza por unos momentos el reflejo de los troncos y provocan esa vibración que no es otra que la constatación de la vida que recorre el cuadro. 


El azul del cielo reflejado entre las sombras, que apenas encuentra espacio entre las líneas verticales, trae el recuerdo de que la luz existe fuera de esta cueva que me envuelve.


Paz es la palabra que brota del aislamiento que provoca el conjunto, aunque pienso que es más fácil sentir esa paz aquí, aislado, que en el mundo. Tal vez por ello, me rebelo ante la pasividad, quiero salir afuera, a la luz, a la muchedumbre, pero no puedo hacerlo sin, antes, dejarme empapar por esta belleza oscura, envolvente.


El silencio también me acompaña, presente siempre en los momentos de recogimiento, necesario para que lo que te llega, pueda entrar más adentro de tu piel.


Mis ojos se quieren cerrar, adormecidos por la cadencia de claros y oscuros, por el leve discurrir de las aguas.


Reconozco la importancia de las sombras y de la luz que las abre, de aquello que nos permite compartir la dualidad de la vida en todas sus manifestaciones. 


Mi pensamiento concluye: una mañana magnífica, llena de encuentros para agradecer el amanecer, las sombras del río y las mías propias, las luces, más numerosas en el río que en mí mismo, la vida, mi vida. 


Pamplona, febrero de 2019

Isidoro Parra







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