LA DESOLACIÓN


Hay obras de arte, más o menos bellas, más o menos valoradas, pública en el caso que me ocupa, que desprenden un hálito de vida que me hace dialogar con ellas como lo puedo hacer con una persona.


En ocasiones, en lugar de hablar me limito a observar, a intentar entender, a ver e interpretar lo que se ofrece a mis ojos, acercando mis manos hasta tocar la fría superficie, intentando sentir lo que palpita bajo el mármol, buscando la grieta por la que sangra. En otros momentos, paso de largo pero, al los pocos pasos, me vuelvo para volver a mirarla desde otro ángulo, con mi misma mirada enfrentada a otro perfil, a otro abandono.


Hoy ha sido este cuerpo mutilado, este torso interpretado desde su creación, mutilado y sublimado por el arte. Desconozco el nombre del autor de cuyas manos surgió esta figura, como desconozco si el encargo tenía ya como destino el ornamento de esta fuente de una plaza de barrio, pero creo que lo importante es su situación actual, lo que me inspira, lo que provoca en mi mente en estos momentos.


Uno no se encuentra tan frecuentemente con una imagen más desoladora y más bella. Parece inclinada en una actitud de entrega a los embates del viento y la lluvia, pero más a la indiferencia de las personas que pasan junto a ella. 


De la fuente que debía coronar no mana agua, ni poca ni mucha, y a tenor de los destrozos es más que seguro que hace mucho tiempo que no llena con sus murmullos los atardeceres de esta plaza. A los pies de este cuerpo se ha instalado la desolación, la más grave de todas, la de la indiferencia. Son muchos los meses en los que, día a día, el deterioro crece. Si sigue así, pronto no quedará ni la huella de su presencia. 


El cuerpo que antes, refrescado por el agua, respiraba resquicios de una vida imaginada, tiene ahora la apariencia de la soledad y del abandono.


A sus pies, esas bocas destrozadas que apuntan al cielo, por las que hace mucho tiempo dejó de manar el frescor y el ruido amable del agua, son también testigos evidentes de la desidia. Parecen el escenario de un teatro sin actores ni público.


Tengo la sensación de que el conjunto podría desaparecer una noche y nadie lo echaría en falta. Es la premonición del olvido del mundo, la apatía hacia lo público, hacia lo nuestro.


Los hechos dan sentido a la obra. Ahora entiendo la ausencia de la cabeza, de los ojos, sobre ese torso gastado, envejecido: hay poco que ver y lo que se percibe es, como dijo Antoine de Saint-Exupery, invisible a los ojos y tiene la atracción del vacío.



LA DESOLACIÓN.



No necesito mis ojos ni mis oídos

para ver el paisaje que me rodea

o para recordar el antiguo

                                                                murmullo del agua.


                                                                Los he sentido y los siento

                                                                en mi interior

                                                                como siento la caricia del viento.


                                                                Allí se quedó, 

                                                                perdida en el tiempo,

                                                                el ansia de belleza

                                                                de las manos

                                                                que modelaron mi cuerpo.


                                                                Mi cuerpo espera 

                                                                un amanecer tranquilo,

                                                                el nuevo brote del agua

                                                                o el ímpetu demoledor

                                                                del martillo 

                                                                que me libere de la esperanza.



Octubre de 2019


Isidoro Parras Macua





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