LIVINGSTON

Creo que siempre permanecerá en mi retina la visión de Livingston desde el río Dulce, ambos a la boca del mar del Caribe.


Desde la barca que nos traslada, amarrar en Livingston es recordar la llegada de un descubridor a una nueva tierra, el asombro de una tierra diferente. A mi memoria llega el recuerdo de un desconocido Macondo, en esta ocasión con aires de mar caliente que huele a papaya, con la visión del óxido, del lento proceso de la pudrición, del trópico más antiguo en cualquier punto al que diriges tu mirada.



La humedad y el agua lo marcan y lo funden todo, los pilares de madera o de metal que penetran en sus aguas para sostener esos muelles donde escasean los barcos atracados, la vegetación que surge del lugar más inesperado, de unas escaleras de cemento, de la herrumbre de un puente que soporta en sus pasamanos todas las aves del trópico, del paraíso marino que rodea Livingston.


Antiguos aparejos, casetas casi desvencijadas, todo se va fundiendo en un color, en el color del Caribe con recuerdos de África, rodeados de selva que conserva la fauna más temida, el jaguar que aguanta y sobrevive al paso del tiempo, las aves más variadas y el olor, siempre el olor a papaya.


Sobre cada estructura, sobre cada barco, sobre cada tejado y cada cable, sobre todo lo habitable, allí ponen su asiento los pelícanos con su cabeza alta, con su plumaje de grises y blancos, con su largo pico, equilibrando el hábitat marino, presenciando el paso de barcos ajenos, de visitantes sin importancia.



En las orillas descansan viejas embarcaciones como en un cementerio mágico que integra los desechos de ilusiones frustradas, de sueños incumplidos, de aventuras inconclusas, con la imagen que nos recuerda la finitud de todo lo que nos parece poseer, de lo pretendido y no logrado, de los amores no correspondidos pero siempre perseguidos, como un mal aliento en los recovecos de la memoria.



Algunos edificios semejan las piezas de un puzzle a punto de descomponerse, imposibles de encajar, un mecano en peligro permanente de caída, el precario equilibrio entre el deseo y la posibilidad, a camino entre una tímida bienvenida y un lento adiós, la resistencia ante el olvido, el milagro de estar en pie cada mañana, el agradecimiento del óxido que tal vez esconde más de lo que enseña, la vida que está presente aunque no la veamos bullir.



Todo es color en Livingston. La profusión de carteles en algunas calles, asediadas por la ebriedad de la naturaleza tropical, invita a celebrar la vida, a adentrarse por calles de escenas insospechadas, en las que el calor rebaja la actividad hasta casi paralizarla, para en el momento siguiente hacerla surgir entremezclando las voces humanas con las de las aves que habitan la frondosidad de los árboles que invaden el espacio. Los puestos de venta de recuerdos se codean con los bares turísticos y con las tiendas de alimentación, con los bancos, con los abarrotes y las ferreterías, todo bulle y, al mismo tiempo, se mantiene en calma, como en una contradicción necesaria para que la magia no se escape de sus calles.


A nuestro lado, una pareja joven intenta seguir su camino, cuesta abajo, con el sumo cuidado que el joven pone en atender a su compañera, más que tomadita, para evitar que se caiga, desentendiéndose de lo que pasa a su alrededor, sin ver las miradas que se pegan como lapas a su imagen. Quiero verlo como una prueba de amor, de fidelidad y respeto, de mano que trabaja por la salvación del otro.



Y qué decir de las figuras nobles, de las que nos regalan su imagen afirmando el no retorno a la mediocridad, la oscura pero colorida visión de sus orígenes africanos. Ante mis ojos se pasea la belleza y la singularidad de estos hombres que cuidan su diferencia, que marcan el estilo de estos aires, que parecen proceder de un paraíso olvidado y desprenden la nostalgia de lo imposible. Y todo flota en Livingston en un equilibrio mágico, algo inestable y, precisamente por ello, bello.



Las calles aceptan todo el color del universo. En cualquier esquina nace un negocio con todo el encanto de un cuento infantil, en cuyos anuncios se mezcla el castellano con el inglés. La puerta pierde su significado natural cuando todas las ventanas están abiertas a todos los vientos, al sol de la mañana y al sol del atardecer. La fragilidad y el atractivo de la oferta me impiden pensar en números, en la viabilidad económica. Si este negocio que ofrece el paraíso en cada cartel no estuviera abierto, habría que crearlo y abrirlo a todas las miradas.



Por las calles de Livingston circula la respiración de cada objeto, de cada pared y de cada ventana, de las paredes ennegrecidas por la lluvia, de los tejados de chapa oxidada, de la indolencia de los turistas que toman su “Gallo” aplastados en las sillas de las escasas terrazas, de los vendedores de los puestos callejeros que lanzan sus ofertas con la cadencia del  ritmo retenido en su sangre.


En las calles de Livingston, la actitud de espera no es indolencia, es necesidad de llenar el día, de estar alerta a la ocasión de la venta, imaginando la palabra que el vendedor lanzará, como si fuera un anzuelo, para que el turista se detenga, para que entre bajo la sombra de su toldo, en el interior de su negocio, sin apurar, sin atosigar, dando tiempo a que el comprador se enamore de un recuerdo.


Por las calles de Livingston, circulan las ofertas más anacrónicas que, no por no vistas, resultan cada vez más sorprendentes. En este caso, la máquina para estrujar la caña, para sacar sus jugos, está engalanada de los colores de éste trópico tentador.



En el momento más inesperado te asalta la ocasión para detenerte e intentar descifrar la vida que refleja un rostro. Si ya es difícil hacerlo contigo mismo, resulta vano el intento de entender lo más mínimo de lo que nos rodea. Es más oportuno contemplar y dejarte llevar por la diferencia, esa diferencia que te ofrece otra belleza, más misteriosa que la que te rodea habitualmente, esa que posee el atractivo de lo que nunca vas a poder llegar a conocer ni a compartir. Todo es color que se funde con el color de la naturaleza que todo lo invade, que ocupa el espacio del horizonte.



Livingston, color y elevación en descomposición, belleza irrepetible. Estoy seguro de que esperarás mi vuelta, porque esperas la vuelta de todo el que te visita, como yo espero volver esperando encontrarte tan rota y tan viva como ahora te veo.


Gracias por todas las sensaciones que me has hecho vivir.



Guatemala, febrero de 2019


Isidoro Parra.











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