CARTA ABIERTA Nº 6 A JESÚS AGUADO


Buenas tardes, Jesús, vamos por la sexta, la última que te envié era la quinta, creo. En mi juventud (creo que a tí ya te quedó lejos) se llamaba quinta al grupo de jóvenes que cada año se incorporaba a prestar el servicio militar. Lo mejor de aquello era la juerga que nos regalábamos el año que entrábamos en quinta un grupo de chavales del pueblo. Era un momento en que corría el pacharán por las gargantas y, en ocasiones, el Marie Brizard o el Cointreau, un gran castigo para el cuerpo. 


Esta carta no va a ser muy larga, pero quería hablarte un poco de tu libro “Hormigas en el cielo o el juego de lo visible” que has publicado en 2019 y que versa sobre tu visión poética o filosófica, si es que pueden separarse, sobre determinados artistas, pintores, escultores y fotógrafos.


Recientemente había leído un libro escrito por Álvaro Galmés Cerezo, con el título “La luz del sol” que, siguiendo el camino de una división de las horas según el recorrido del sol por nuestra tierra, permitía al autor dividir la luz en segmentos diferenciados por su intensidad, inclinación sobre la tierra y, cómo no, por las sombras que deja en los objetos que nos rodean. Su planteamiento no es tanto hablar de artistas ni de cuadros, sino sobre la luz, pero al hilo de la misma, ejemplifica sus pensamientos con comentarios sobre algunos cuadros. En cualquier caso, un enfoque que también me ha parecido interesante y que ayuda a mirar el arte con otros ojos.


En tu caso, el planteamiento es distinto. Dices que todos o la mayor parte de los escritos que contiene el libro, han sido ya publicados y que todos o la mayoría los has escrito por encargo, eso sí, encargos de los que te has enamorado. No está mal eso de enamorarse del trabajo que uno tiene que hacer para vivir. Me alegro por ti.


De todos modos, aunque no lo hubieras dicho, el contenido de tus interpretaciones de artistas o sus obras lo pone de manifiesto. 


Te lo has trabajado, como en otros libros, como si te fuera la vida en la tarea.


Me parece bien que hayas huido de insistir sobre temas que, sobre esos artistas u obras, otros escribientes ya han comentado antes: historia personal, pertenencia a una escuela, análisis técnico, de la luz, del color, de las formas, tecnicidades. 


Tu tarea la has enfrentado como si estuvieras contemplando un amanecer y te naciera escribir un poema, interpretando la luz, la temperatura, los colores, las hojas, los caminos, todo lo que tu vista alcanza y tu mente traduce o imagina.


Por comentarios que he leído en tus textos, ya contabas con una ventaja: tus asiduas visitas a museos y tu amor por el arte, por la belleza. Creo que ese gusto por el arte, te ha ayudado a extenderte, a profundizar y recrearte.


Si a esa afición a los museos, le sumas tu oficio poético, el resultado tenía que ser diferente, porque tu libro no es un tratado de arte, es mucho más.


No te has limitado a comentar una obra, has partido de ella para desparramar sobre una escultura o un cuadro toda tu poesía, todo aquello que has visto y sentido, más allá de la superficie de las obras, más allá incluso, en ocasiones, de la intención del artista. Como consecuencia de ello, en algunos de los casos, has expandido la obra artística, le has añadido matices diferentes, creando una diafanía con tu mirada y tus palabras.


Es cierto que en los casos en que conocía la obra del artista o el espacio en el que desarrolla, he podido saborear más tus apreciaciones. Como ejemplo de ello, apunto a Darío de Regoyos, en el cuadro que comentas del paso del tren por Ategorrieta y en muchas más obras suyas, y ha sido así porque conozco la tierra, me es muy cercana, conozco las costumbres y reconozco muchos matices en tus comentarios sobre la pareja de mujeres que observan el paso del tren.


En el caso de Godofredo Ortega Muñoz, tengo que confesar que no conocía al pintor ni su obra, pero la seguiré. Al leer tus reflexiones, he repasado el catálogo de sus obras que obra en poder de la Fundación Ortega Muñoz, en Badajoz. He descubierto un objetivo para viajar en búsqueda de su obra. Me encanta la forma en que retrata la aridez de Castilla o la oscura profundidad de Lanzarote, me sorprende las forma de pintar los campos de castaños, pero los reconozco, los muros secos de piedra siempre son una obra de arte en sí mismos y Ortega ha dejado una obra compacta, rigurosa, que sale de muy adentro.


Para no meter la pata, no voy a volcar los pensamientos que me han sugerido tus comentarios sobre la filosofía de cada cuadro o sobre la melancolía de la estética para engañarnos o engañar a Dios como último o único recurso, pero me he detenido en ello y, como en otras ocasiones, me has hecho pensar.


Tus notas sobre Kupka, me han hecho retornar a un libro que he leído recientemente de Orlando Figes, “Los europeos”, que nos permite conocer la evolución y propagación del arte en Europa a lo largo del siglo XIX, la forma en que organizaron su vida y sus relaciones con otros artistas.


Solo unas notas breves sobre tus comentarios sobre Plensa. Además de ayudarme a entender o interpretar su obra, me he detenido en tu comentario sobre las salas de espera de las estaciones de tren, válido también para las de autobuses o aeropuertos: “En una sala de espera uno se instala para reguardarse un tiempo de la violencia de los espacios libres, de los lugares salvajes del afuera.”. Es cierto, Jesús, en ocasiones, uno se descarga a sí mismo en una sala de espera, con cierta frustración, después de una carrera para no perder el tren y, al llegar, se entera que llega con retraso. En ese momento, la sala de espera sirve de sosiego, de sala de relajación; en otros casos, uno busca esa sala para aislarse del ruido y abrir el libro que le está esperando o para tomar unas notas apresuradas sobre proyectos que uno no sabe si se cumplirán.


Me ha resultado curioso tropezarme con Juan Uslé entre tus páginas, justo un par de semanas después de haber leído “La noche del corazón”, de Christian Bobin, con las páginas inundadas, llenas de luz de los vinilos de Juan Uslé, un libro para llevárselo, como sueles citar, a una isla desierta. En esos vinilos, he podido observar los muros, los caminos, la luz que penetra o se escapa, el color cómo centinela. En uno de esos muros, en la encrucijada entre dos piedras, he guardado mi contraseña para pasar la frontera, cuando me toque.


La mejor prueba de una amistad, como la que tu dices tener con Juan Bonilla, es poder escribir sobre él, sobre él y tú, sobre él y sus fotografías, con la levedad y la música con la que lo haces en el capítulo en que le narras.


Me cuesta seguirte cuando, al hablar de Kike del Olmo, enfrentas a fotógrafo y ciudad, en un duelo de búsquedas en el que, apenas iniciado, no se sabe quién fotografía a quién, si el fotógrafo a la ciudad o la ciudad al fotógrafo o a nosotros. He intentado ponerme frente al objetivo de Pamplona, de mi ciudad. No he tenido la sensación de que me fotografiara, pero sí otra sensación, la de que me quería, la de que mi ciudad me reconoce como yo la reconozco a ella. Creo que nos gustamos.


Es posible que haya buscado poco y mal, pero no he encontrado apenas fotografías de Rafael Quintero, con lo que poca idea he podido hacerme de su obra, pero me ha intrigado tus comentarios sobre los espejos y nuestro desconocimiento de la fórmula para poder atravesarlos. Los espejos siempre me han parecido espías de mi intimidad, reflejo de mis miedos y vergüenzas.


Miguel Trillo, todo un descubrimiento. Muchos pasaremos delante de sus modelos y torceremos el gesto, como si los desaprobáramos, pero él los ha convertido en iconos de una forma de vida que los de mi edad ya nunca gustaremos. En cualquier caso, sus fotografías me abren todo un mundo para explorar y reflexionar.


Al leer tus comentarios sobre Rafael Pérez Estrada, he buscado su obra y te he visto, como comisario de su exposición. He tenido una primera sensación de percibir, por tu parte, un cambio de oficio, una inclinación hacia las artes visuales, hasta que vuelvo a tus textos y percibo el ruido suave del movimiento de las alas de las palabras con las que hablas de sus dibujos, el mismo que reflejan esos dibujos soñadores, etéreos, simbología pura.


Tu texto final me ha permitido saber de la existencia de Susy Gómez -perdón por mi ignorancia, no está en mi ánimo desmerecer a la artista-. Como podrás comprender, necesitaría más horas y más cercanía a su obra, hablar con ella como seguramente tú lo has hecho, para poder hablar del alma de sus obras, pero debe sentirse satisfecha con su inclusión, a través de tus palabras, en el Olimpo de Aristóteles, Spinoza y otros. Tener la capacidad de poner alma en un maniquí es un arte que difícilmente puede alcanzarse.


Y así, poco a poco, buscando, leyendo y contemplando, he llegado al final de tu libro.


No creo que sea el que más me ha gustado de los tuyos, leídos hasta ahora, pero esa falta de satisfacción no hay que achacarla ni a tus textos ni a los artistas, más bien a mi falta de visión sobre las artes visuales, a las pocas horas y análisis que he dedicado a ello.


Por otro lado, la imagen que tenía de ti se ha hecho más grande. Veo que abarcas otros mundos, que los dominas y que, en cualquiera de ellos, puedes desarrollar tu visión poética que transciende la obra que analizas.


Gracias por tus palabras y por abrir caminos.


Pamplona, febrero de 2021

Isidoro Parra

 











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