FIKA. Café.



El bullicio que provoca el comercio de la calle y nuestros pasos sobre los adoquines, en esta media mañana del mes de octubre, llena con sus sonidos todos los rincones de la calle. Busco un momento de descanso y mi mirada se detiene en la fachada del Café Fika, con su logotipo de la imagen de la antigua cafetera con la que hemos vivido en muchas casas hasta hace unos años. Recuerdo el sonido del líquido hirviendo cuando ya se había consumado el proceso de subida del café, que nos obligaba a levantarnos y retirar la cafetera del fuego para que “el café no hirviera”.


La longitud de la propia fachada me anticipa que no se trata de un gran local perteneciente a una cadena multinacional.


Me decido y cruzo la puerta. La entrada, algo estrecha, me recuerda a los comercios pegados a la historia de la calle donde se ubican, ocupando un espacio angosto, acomodando y llenando cada centímetro de sus paredes, cada hueco y toda la altura del suelo al techo. A pesar de ello, no da la sensación de abigarramiento. Una vez dentro, se respira espacio y circula el aire y también los pensamientos.


El primer impacto visual, nada más entrar y a la izquierda, lo recibo de un mostrador de cristal con tres pisos de ofertas, en la más baja los bizcochos caseros, potentemente iluminados; en el nivel medio, la oferta de pastas y galletas y, en la parte superior, la oferta de tartas. Por su parte, el fondo de la pared expone otros productos de forma sencilla y atrayente, limpio. El espacio llama a detenerse más que esos segundos en los que reina la indecisión. Te atiende una señora amable que, con una sonrisa, te invita a probar la oferta de bizcochos caseros, informándote de los que se corresponden con esta apelación y, por otro lado, los que han sido comprados en otro obrador.


Me decanto por un café sólo y un bizcocho de mandarina y tomo asiento en una pequeña mesa, junto a la pared.


Observo el local, con sus paredes de ladrillo viejo cara vista, con muy pocos elementos de decoración colgados, dando importancia a los materiales de siempre que componen una estancia a camino entre la oferta hostelera y el salón de tu casa.


El suelo de baldosa antigua, geométrica, en tonos cálidos, grises y granates sobre el fondo blanco, le dan al local luminosidad y también decoración. Las grandes vigas de madera antigua que soportan el piso superior, con esa columna de hierro forjado, antigua, ponen el punto de sostén, de seguridad, que te hace sentirte acogido.


Con esa antigüedad modernizada, convive el mobiliario del local, pequeñas mesas de madera con soporte de hierro forjado, sillas metálicas, de madera o mixtas de varios colores y, ahora que lo recuerdo, ausencia de música, como si el propio murmullo de las voces suaves bastara.


Además de los focos encastrados en el techo, me sorprenden esas lámparas industriales que cuelgan de algunos puntos estratégicos, que encienden con un tono vivo, pero cálido, el ambiente del local.


No sobra espacio, pero tampoco falta.

 

Los parroquianos, jóvenes en una gran mayoría, desgranan sus conversaciones con independencia de lo que sucede en la mesa de al lado, o trabajan en su ordenador con una sonrisa en los labios, concentrados pero alegres. Parece que el local invite a todo, a las confidencias, al elogio sobre la oferta culinaria, a la ensoñación, al pensamiento profundo.


No falta esa oferta de agua corriente con limón cortado, sírvase Ud. mismo. Un detalle de normalidad y confianza.


Nada pasa desapercibido para los responsables del local, un saludo amable a la salida, un interés por la experiencia que he tenido y una sonrisa.


Un espacio para sentirse acogido, algo que no se puede pagar pero que puedes disfrutar. 



Pamplona, octubre de 2019

Isidoro Parra





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