CARTA ABIERTA Nº 4 A JAVIER AGUIRRE GANDARIAS


Buenos días, Javier.


En el momento de iniciar esta carta estaba pensando que esto de escribir epístolas tiene su miga y, si lo piensas bien, no sé si es tan importante conocer las respuestas porque, en el fondo, una carta es un desahogo del que la escribe. El escribiente, por sí solo, establece un puente con el destinatario, una vía de comunicación exclusiva, en la que no cabe el tiempo o cabe todo el tiempo, un camino por el que vuelan las palabras o se quedan a descansar porque no es el momento de llegar a su destino, un viaje de ida sin pensar en el regreso.


Este pensamiento me ha animado a seguir con mi empeño y hoy quiero hablarte de algunos de tus poemas publicados en la recopilación “Sumar y restar”, que recoge tus poemas desde 1993 a 2007, poemas que, en algunos casos fueron publicados en revistas y, en otros, se acumularon en pequeños libros que dejaron un rosario de pensamientos volando por los ojos de quienes tuvieron la suerte de leerlos.


Si me lo permites, voy a señalarlos por su título, sin indicar a qué libro pertenecen. Tú ya lo sabes de sobra.


Antes de hablar de un poema concreto, tengo que decirte que en sus páginas he leído como desfilaban tus símbolos de otros libros anteriores. Por lo que veo, has seguido cultivando tu mirada hacia las rosas, los caballos, el bosque, las cabras, las piedras blancas, la nieve, los pájaros, el aire, el agua, miembros todos ellos de pleno derecho del universo de tus palabras.


No es poema pero podría serlo. Me refiero a la introducción que haces hablando del movimiento del poemario, de su relajamiento al saberse publicable, de la parálisis de tu acción destructora, de la libertad que les concedes para que los versos hablen solos si tienen algo que decir.


El primer poema en el que me he detenido es “Mendigos”. En él, has invertido los papeles, sus manos han regalado a las tuyas la limosna que necesitabas para que tú la compartieras con otros que la necesitan. Un roce de manos con muchos intercambios, con muchos regalos y mucha sanación.


A mis ojos, existe comunión verdadera, eterna casi, entre la vaca, las piedras blancas, la noche y la aurora, la escarcha y la hierba que despliegas en tu poema “Hierba”.


En tu poema “La curva del río” hablas esencialmente de las palabras, de su importancia. Si no lo entiendo mal, que es posible, sitúas las palabras en la superficie del agua, pasando ligeras sobre las rocas, dejando sonidos de silencio como recuerdo. Las palabras son las deseadas por todo escritor, su adecuada elección parece un castigo, una meta difícil de alcanzar. Hace poco leía unas reflexiones de Jesús Aguado sobre la importancia de las palabras y decía que su problema era, precisamente, que se creían demasiado importantes. En un taller de escritura al que asisto, acabamos de hacer un ejercicio sobre ellas. En mi reflexión, he concluido que me parece más importante el grupo que la unidad, que lo importante de cualquier palabra son las otras palabras que la acompañan y la forma en que todas ellas están colocadas para formar una frase que, como una flecha, toque cualquier parte sensible de tu ser. En todo ello me ha hecho pensar tu poema.


Me ha asombrado la precisión del poema corto que titulas “La severidad”:


“La severidad se instala sobre los árboles. 

Pero tú, sol, bailas en el filo de las rocas.”


Qué forma tan precisa de entrar en el detalle, de acotarlo para fijar el contraste entre el sol y los árboles, entre lo que se precisa y brilla y lo que aguarda indefinido.


No puedo evitar transcribir tu poema “Los árboles de noche”. Es tan ligero, vuela tan bien, que pienso que antes de que esta carta te llegue, se quedará suspendido en el aire.


“Los árboles de noche, en el bosque, deshaciéndose 

en la fantasía de una nieve ligera; 

y ser entonces allí, entre los árboles, 

nada más que pájaro que respira.”


Hay ensimismamiento en la tristeza de todo lo que sucede en el mundo, mientras tú te cobijas en la distancia compartida hacia todo ello, al amparo de las ramas de los sauces. Así te he visto en tu poema “Los sauces”.


¿Qué misterios se encierran en el poema “En el corazón de cada pájaro”, para que sea tan atractivo?:


“En el corazón de cada pájaro navega un barco 

hacia su propio país.”


Los colores siempre han sido heraldos de visiones y sentimientos, de realidades imaginadas y de lienzos para pintar los sueños. En tu caso, en el poema “Una calle blanca”, has fijado para siempre la unión entre el blanco y la nada, nada sobre el blanco y nada sobre el olvido.


He visto mucho abandono de ti mismo, a la espera de lo que nunca alcanzamos a palpar. Te he visto demasiado entregado, casi contento, en medio de esa humedad entre hierba y lluvias, en medio del bosque, en tu poema ”Un arroyo”.


Has dibujado un mapa de despedida en tu poema “Casa”. La has situado junto al mar, has abierto la ventana para escuchar sus palabras, el rumor de sus olas rompiendo en las rocas, contemplando los amaneceres, empapándote del vuelo de las gaviotas y de la luna por la noche. Es un mapa húmedo, como el llanto de las despedidas.


Estoy de acuerdo contigo en que la mirada es un buen campo para que vayan creciendo en ellas los poemas, todos los poemas, los que escribimos y los que nunca se posarán sobre la página en blanco. A riesgo de equivocarse, de la mirada nacen todos los poemas.


Javier, tienes un poema en este libro que habla de una barca que se desliza río abajo, una barca en la vas tú, tendido, contemplando las nubes, hacia el mar. Lo leo y veo lo contrario de un viaje iniciático en busca del sentido de la vida, veo un viaje de partida y de retorno a la cueva de los orígenes, al seno materno, al olvido definitivo. No es alegre, Javier. Es profundo pero no es alegre.


Una abstracción, un vuelo en el vacío, una hoja y el aire, ni se gana ni se pierde, tampoco veo que tu ganes, pero si veo que dominas el vuelo de las hojas y su suspensión en el aire como un mago que convierte una simple piedra blanca en un abanico de colores que, al final, vuelve a ser piedra.


Parece que en la época en la que escribiste estos poemas no te importaba mucho exponerte a los vacíos y a los relámpagos, a dormir sin el amparo de un techo. De todos modos, no tengo la sensación de que expusieras tu cuerpo, creo que era tu alma la que se abría al vacío y al olvido.


También me gusta ese poema en el que encierras toda la vida, todo lo que se mueve o se siente en un paréntesis de noche a noche, la quietud del caballo en la hierba, el corazón que se vuelca, los ojos abiertos y las llamas que suben altas, el amor. Vuelves a ser un mago con un saco brillante de palabras.


He sentido en ese poema que comienza Dibujaba tu sonrisa…, tu persistencia en la búsqueda del amor que ya conoces, como si sintieras que si no lo persigues se fuera a borrar, pero ahí se ha quedado, en el poema, como seguramente te acompañó en toda tu vida.


Casi al final del libro me sorprende tu poema “Una manzana”. Es un poema que respira luz y pureza en la imagen de un recuerdo, una luz salvadora, un recuerdo para levantarse cada día, para seguir viviendo o buscando lo inencontrable.


Quiero acabar esta carta, Javier, agradeciéndote ese breve poema que reproduzco:


“El rápido movimiento de un pájaro en la cal de la pared, 

como la sombra de un cuchillo lanzado por una mano.”


Es una visión fugaz, como la del amor de un instante, como un relámpago que ilumina, un adiós que significa una vida y, al mismo tiempo, la posibilidad de que todo se repita, de que vuelva la vida.


Gracias, Javier, como ves, tu poemario ha dado para muchos pensamientos y reflexiones. Espero que estas palabras te ayuden a no estar tan solo, si es que lo estás.


Gero arte.


Pamplona, febrero de 2021

Isidoro Parra.



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