CARTA ABIERTA Nº 1 A DANIEL ALDAYA.


Buenos días, Daniel, no nos conocemos, pero hace ya mucho tiempo, algunas docenas de años, que leí tu poemario “Inventario de panes y peces”. 


Siempre he mantenido vivo el recuerdo de ese libro, lo he releído alguna vez y lo he recomendado; incluso cuando ya era imposible encontrarlo en librerías, he fotocopiado algunas de sus páginas para regalarlas a algunos amigos lectores.


Ahora, a mis años, que me ha dado por escribir cartas perdidas a poetas y poemas, he vuelto a leerlo con detenimiento, me he parado ante cada poema, lo he mirado, lo he vuelto a leer y me he vuelto a quedar sorprendido.


Tal vez te preguntes el por qué de la sorpresa. Lo primero que me llamó la atención, desde mis primeras lecturas de tu poemario, era la profundidad de algunas vivencias y de algunas creencias a las que eras capaz de llegar con la corta edad que tenías al escribirlos. No es fácil de encontrar esa conjunción. Algunos de tus poemas me hacían suponer una edad cercana a la cuarentena, pero no, la realidad era otra. En este caso edad era igual o desigual, como quiera verlo cada cual, a madurez.


El otro aspecto que me sorprendía era ese rio de religiosidad que discurre por la mayor parte de los poemas. En aquellos tiempos en que lo escribiste parecía que lo que “se llevaba” era ir en contra, descreer, atacar, menospreciar, pero tú impregnas los poemas de esa creencia, poso cultural o conocimientos que se derivan de la costumbre de haber crecido a la par que tus fidelidades.


Si alguna vez lees esta carta y alguna otra que he incluido en este atrevimiento epistolar, verás que no voy a hacer una crítica técnica de tu libro. Voy a hablar de mi experiencia al leerlo. Es lo único que, con un mínimo de dignidad, puedo y quiero hacer.


Inicias el libro con un primer capítulo que titulas “Los vendedores del templo”. A todos nos trae algunos recuerdos ese pasaje de la Biblia. Yo recuerdo que cuando lo escuchaba, tal vez influido por las viñetas de El Capitán Trueno, me imaginaba a Jesús, armado y poseído por la ira, barriendo los porches del templo de usureros y estafadores. En esas imágenes, veía a un héroe al que seguir.


En el primer poema, “Parábola del sembrador”, he leído un texto rotundo que respira aceptación y reconocimiento de tu propia vida. No sobra nada en él, mucho menos ese final vibrante:


“… yo he sido el ocaso que amanece 

como el triunfo 

del fuego 

sobre las cenizas.”


A veces pienso en como una palabra o una frase, aisladas del entorno de palabras o frases que las acompañan, nos ofrece un significado real pero diferente por completo a aquél que se quiso enviar por el escritor. Así pasa con el verso final de tu poema “Parábola de las vírgenes necias y prudentes”:


“Ojalá mañana no sople el viento.”


Leída así, sola, es poco más que un deseo. En el conjunto del poema, ese deseo se extiende a la vida entera, es un mensaje para hacernos reflexionar sobre la aceptación con la que debemos vivir nuestra vida, por sencilla que sea.


No estoy de acuerdo con el mensaje final de tu poema “El oficio más antiguo del mundo”. No eres solamente poeta cuando te alejas de las cosas que te duelen tan cerca. Este mismo poema es la prueba de lo contrario, pero te honra que lo dudaras porque de la duda surge siempre el resplandor.


Comienzas con una pregunta y acabas con otra tu poema “El buen pastor”, en un juego de interrogaciones entre la duda y la creencia en el escenario de la vida. También he visto o he leído una flecha atravesando todas las soledades.


Creo que le podría dar la vuelta a la pregunta final de tu poema “La unción de Betania”. ¿Cómo no va a curar un médico enfermo de asombros e incertidumbres, que son las que tejen la urdimbre del ser?


No me detengo mucho, pero algunos de tus poemas, Daniel, han hecho brotar una sonrisa en mis labios. Me refiero, entre otros, a “De profesión suspensión de pagos y de casi la vida”.


Sensación diferente, próxima a la identificación personal, es la que me genera tu poema “De profesión mis labores”. Qué decisión, Daniel. Tranquilo, que el tiempo lo cambia todo y, en muchas ocasiones, a peor.


Si metiera el cuchillo, con la ignorancia que me posee, podría decir que tienes poemas de bajura -no por ello desechables-  y de altura, como el que titulas “Vocación de altura”. Leyéndolo, me viene un pensamiento a la cabeza: ¡Qué difícil nos pone encontrarle!, ¿no crees?


En tu poema “Única ocupación oficialmente reconocida” nos das cuenta de tu oficio de padre que vuelca sus ilusiones y sus miedos en sus hijos. ¿Te parece poca ocupación? Creo que, al final de la vida, si la suerte nos acompaña, es la única que podremos agradecer.


Después de un recorrido por tu vida que podría ser común al de muchos otros, sencillo pero bien contado, te despides con la insolencia del sabio, siempre hablando de poesía:


“Y mi oficio y mi beneficio fueron la soledad y la memoria.”


Abres el segundo capítulo “Parábola de los talentos” con el poema “Herencia”. El recorrido que haces transciende cualquier vida individual, hablas del mundo, de su historia, de los hombres en plural, con la resignación de que, al final, solamente nos quedará abrir la puerta al segador que todo lo cuida.


Pocas cosas se acumulan en el baúl de las certezas, muchas más en el de las incertidumbres, pero una de las sensaciones que nos recorre, aunque solamente sea para alimentar nuestra vanidad de ser, es esa: tal vez la leve impronta de que apenas somos.


Supongo, Daniel, que expresas una creencia muy personal en esos bellos versos de tu poema “Posesiones”:


“También la certeza de que Dios 

nos susurra muy de cerca 

en medio de todos los hombres, 

y el mismo Dios, en el que todos los días 

vemos su reflejo en todas las cosas creadas.”


Me gustaría compartir tu resolución, tu creencia. De momento, me quedo en la esperanza de que esa presencia se dé “en medio de todos los hombres”.


Me cuesta creer que el recorrido que cuentas en tu poema “Balance” sea realmente el que habías vivido a esa edad, pero una cosa tengo por segura: haces bien en contárselo a tu madre, puedes estar seguro de que te lo va a entender.


El camino que trazas en tu poema “Legado de abrazos” está salpicado de perlas preciosas, de frases para guardar, de garbanzos que señalan la senda a seguir para volver a ti mismo. Déjame recordártelas:


“Me abrazo con la emoción con que somos.


../…


y fuimos castillo 

y refugio dulce y ebrios de cuerpo.

No la estoy abrazando con el alma 

la quiero desde más adentro.”


Te confieso que también a mí me parece mentira que seamos algo de verdad. Lo crea o no, me quedo con el final de tu poema “Colección de sonidos”:


“Todo para apretarme apenas en estos pasos.

Todo para no sucumbir en el plural verbo del ser. 

Parece mentira que después de todo 

seamos verdad.”


Y llegamos al último capítulo, “Resurrección de Lázaro”.


Nos viene bien que nos animen con esa frase de tu poema “Penúltima cena”: “yo te digo: tú eres tu meta”. Nos viene bien porque solamente si llegamos a nosotros mismos, a nuestro interior más verdadero, podremos ir hacia el otro, hacernos uno con él.


Si es verdad lo que dices al final de tu poema “Credo” tendré que creerme que creo:


“Entonces, Señor, si estamos a solas

¿estoy hablando solo o por fin te he encontrado?”


Me he quedado un rato pensando en el último verso de tu poema “Última cena”: “Y la duda de tu adiós es mi certeza”. Si en algún momento he buscado diferentes interpretaciones a algunas frases de tus poemas, ésta me ha tumbado, ha hecho caer mis murallas.


Perdona por esta reproducción, Daniel, pero no me he podido resistir. Es tu poema “Negaciones de Pedro”:


“Señor, eres uno, 

como mucho trino, 

y sigo sin curarte 

las heridas de los clavos. 

Yo soy multitud 

y mis heridas cicatrizan antes, 

y paseo la mirada ante la indiferencia 

de los rostros.

Yo no te conozco, Señor, nunca.

Y tú me reconoces todos los días.”


Me he quedado mudo de las vueltas que les das a las palabras para expresar con tanta sencillez rotundidades tan solemnes, tan profundas y tan significativas.


En “Triple afirmación de Pedro”, con un recorrido por tres edades, alguna de ellas que no tenías cuando escribiste estos versos, dibujas los cambios que el paso del tiempo dibuja en nuestras actitudes.


Y para acabar, Daniel, para afirmar tu creencia en los tuyos y en el misterio, sin entrar en más comentarios del contenido del poema “Curación del ciego de nacimiento”, brindo por ese final:


“Y tengo la certeza 

de que padre, madre y yo 

resucitaremos algún día de entre los muertos.”


Gracias, Daniel, no me despido porque volveré a leerlo y siempre he pensado que al leer un poema entras en contacto directo con el poeta.


Pamplona, abril de 2021

Isidoro Parra.


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