CARTA ABIERTA Nº 4 A CARLOS AGANZO.


Buenas tardes, Carlos.


Esta tarde de abril, ventosa como lo son muchas en esta tierra, he terminado de leer tu poemario “La hora de los juncos”, segunda colaboración con tu compañera, Susana, un libro con la misma hechura cuidada que el de Manantiales.


Cuando he acabado de leerlo, he levantado la vista del libro y mi mirada ha viajado hasta el valle que contemplo desde mi jardín. El sol se estaba entregando al horizonte y, como bien sabes, en esos momentos siempre brilla con más intensidad, como un suspiro previo a la agonía. Sus rayos iluminaban solamente las copas de los árboles encendiéndolas con el desasosiego de un adiós, hasta mañana en este caso.


¿Y sabes la primera sensación que he tenido?. La de que seguía leyendo tus poemas en ese atardecer, la de haber leído el atardecer en tus poemas, la misma paz, la misma nostalgia de lo previo o de lo que no ha llegado pero sabemos que se irá.


Me encontraba tan tranquilo, sosegado y en paz, que he pensado en escribirte de forma inmediata esta carta porque las palabras de tus poemas todavía cantaban en mi mente y en mis ojos.


Tengo que decirte que la historia que cuentas en la introducción me parece preciosa. Acometer un proyecto como éste, después de la experiencia de Manantiales, construyendo y escribiendo los poemas con tu amada y cuidando la edición con el esmero que muchos lectores no mereceremos, es algo inusual, valiente, algo que da un fruto como este libro, en el que no sobra piel, ni pulpa, ni semilla, ni aroma ni sabor.


Podría hablarte de muchos de los poemas que contiene el libro porque, además de haberme gustado, son poemas cortos, que son mis preferidos, pero no me voy a extender demasiado porque si lo hago, esta carta estaría demasiado enjabonada.


Solamente voy a comentarte algunos de ellos.


En el primer poema, enfrentas al mar y al río (me acuerdo que en otro poema de otro libro, contabas una historia de nacimiento y muerte entre el manantial y el río), con pocas palabras marcas las diferencias, salado frente a soso, grande frente a pequeño, profundidad y abismo contra superficie y trasparencia, lejanía de horizontes frente a orillas cercanas, silencio amenazante frente a rumor de aguas jóvenes, …


Tu segundo poema alimenta un misterio, como el misterio que siempre envuelve cualquier ausencia, como la ausencia que siempre llega cargada de preguntas, algunas de las cuales sabemos de antemano que no deberíamos formular o cuyas respuestas no deberíamos oír.


La noche, en tu tercer poema, que siempre llega preñada de llamadas, de sombras y peligros, oscura como la vida.


Mirar y ver, la belleza en sí misma, sin explicaciones. Siempre es mejor callar y esperar, porque la belleza nunca es neutra (p. 6/100).


Todos pasamos por etapas que se suceden y nos agostan, sin que muchas veces seamos conscientes de las heridas que nos dejan. ¿Acaso van a ser las hojas más sagaces y más rebeldes que nosotros?. Tal vez. (P. 10/100).


Cuando leo una declaración de amor sin condiciones siempre me sobran los adjetivos y muchas de las manifestaciones que se hacen, pero en tu poema 16/100 lo haces de forma rotunda, mucho más amplia que cuando entramos en detalles. Aquí no caben dudas, es una declaración  de las que mi madre diría “para siempre”.


Así podría seguir, poema tras poema, pero, como te he dicho, no quiero ser jabonoso. Solamente quiero replicar aquí uno de los poemas que más me ha gustado. Encierra sutileza, misterio y música:


“Siempre hay en otoño un espacio vacío 

por donde se cuela el aire y nos dibuja 

el áspero perfil de la intemperie, 

una flauta que toca 

la extraña melodía de la ausencia.”


Bueno, Carlos, es posible que nunca leas esto y, aunque lo hicieras, tampoco te diría mucho, pero a mí, repasar tu libro por segunda vez, me ha cargado las pilas y ha renovado mi fe en la poesía.


Gracias.


Amillano, abril de 2021

Isidoro Parra.

 


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